Roman, un taxista de barrio que siempre sabía cómo leer a la gente, estacionado en su Tsuru 2008. El coche tenía más carácter que funcionalidad: pintura descascarada, un sonido estridente de reguetón saliendo de los parlantes y un interior que olía a una mezcla de sudor y cigarro. "Siempre hay algún güero perdido en estos rumbos," pensaba mientras miraba a la fila de taxis afuera de la estación de camiones. "Hoy toca sacar para el chupe."
Y entonces lo vio. Un gringo nervioso con una maleta vieja, de esas que parece que esconden más secretos que ropa.El tipo vestía como un académico, o un espía, tal vez; traía gafas gruesas, camisa arrugada, y zapatos que habían visto mejores días. Pero la manera en que agarraba esa maleta con ambas manos lo delataba: algo importante traía ahí. Roman no dudó ni un segundo.
—¡Quítate, pendejo! —gritó mientras pasaba a otros taxis en la fila, ganándose un par de mentadas de madre y el claxonazo de un compañero. "Ni modo, la calle es de los vivos," pensó con una sonrisa mientras estacionaba su Tsuru justo frente al gringo.
Sin esperar instrucciones, Roman bajó, tomó la maleta del tipo y la lanzó a la cajuela como si fuera equipaje de aeropuerto.
—Súbale, güero, aquí le llevamos con estilo.
El extranjero, que parecía aliviado de haber encontrado transporte, se subió al asiento trasero y balbuceó algo en un español torpe. Roman no le prestó atención.
En el trayecto, el sol golpeaba el parabrisas como una amenaza directa, y el calor del interior del coche era insoportable. El gringo, sudando como si estuviera en un sauna, finalmente pidió algo en inglés, señalando una tienda de conveniencia.
—¿Qué, agua? ¿Chesco? Simón, aquí lo espero, güero.
En cuanto el extranjero salió del taxi, Roman vio su oportunidad. "Ni lo pienses dos veces, papá," se dijo mientras arrancaba el coche con un rugido. Por el retrovisor vio al gringo correr detrás de él, gritando desesperado. Roman no pudo evitar reírse.
—¡Pinche loco! ¿Qué traes, oro o qué? —murmuró mientras aceleraba y lo dejaba atrás.
Finalmente, tras recorrer varias cuadras, Roman se detuvo en una colonia de calles tranquilas, donde las casas tenían bardas altas y puertas automáticas. Estacionó el coche, bajó y abrió la cajuela.
La maleta estaba ahí, polvorienta pero intacta. La cargó al asiento del copiloto y, con la curiosidad picándole, comenzó a abrirla. Lo primero que encontró fue ropa. Camisas viejas, un par de pantalones arrugados. "¿Neta? ¿Puras garras?"pensó decepcionado. Pero cuando revolvió más, algo pesado y metálico cayó al suelo del coche.
Era una caja negra, compacta, con bordes pulidos y un diseño que parecía sacado de una película futurista. Roman intentó sacarla, pero esta cayó y todo abajo del asiento. Mientras tironeaba, sus dedos rozaron lo que parecían botones en uno de los lados de la caja.
De pronto, un sonido agudo llenó el auto, como el zumbido de un transformador. "¿Qué chingados es esto?" pensó Roman mientras sacaba la caja de abajo del asiento y veía el panel de la caja comenzaba a iluminarse con símbolos que no entendía.
Y ahí, sentado en su Tsuru con la caja en el asiento, Roman se dio cuenta de que había robado algo mucho más grande de lo que podía manejar. Algo que cambiaría su vida por completo.
Con la caja en las manos y en el panel una barra que parecía que se estaba cargando,
La señora, con su cara roja de furia y una actitud que podía hacer temblar a cualquiera, golpeó la puerta del Tsuru con su mano abierta mientras Roman encendía un cigarro con la calma más fingida del mundo.
—¡Ándale, mugroso, quítate de aquí o llamo a la policía! —gritaba, haciendo un escándalo que ya empezaba a llamar la atención de los vecinos.
Roman, que no era hombre de dejarse, tomó una calada larga de su cigarro y exhaló despacio antes de responder:
—Mire, señora, ya entendí que le molesta, pero nomás termine lo que estoy haciendo y me quito. Y bájele dos rayitas, que no soy su marido pa' que me esté gritando.
Eso fue suficiente para desatar la furia absoluta de la señora, quien empezó a dar vueltas como si buscara algo con qué golpearlo.
—¡Tú quién te crees para hablarme así! ¡Eres un taxista de cuarta! ¡Ni siquiera deberías estar aquí! —bramó, mientras Roman apenas la miraba de reojo, concentrado en el panel de la máquina que ahora emitía un sonido extraño, como un zumbido metálico que parecía intensificarse.
De repente, el zumbido alcanzó un pico, y en la pantalla apareció un mensaje: "Transferencia en progreso..."
—¿Qué madres? —murmuró Roman, frunciendo el ceño.
Al levantar la mirada, Roman vio a una mujer de unos cuarenta y tantos años, de cabello negro recogido en un chongo apretado. Llevaba una blusa ceñida que realzaba sus curvas y unos pantalones ajustados, pero la expresión de desdén en su rostro opacaba cualquier atractivo que pudiera tener.
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La señora, sin dejar de gritar, se puso justo al lado de la puerta del conductor, con los brazos cruzados y una mirada de puro desprecio.
—¡Lárgate ya, maldito! ¡No quiero volver a ver tu pinche carro mugroso en mi entrada!
Roman, fastidiado, giró la llave para encender el carro, pero en ese instante la máquina emitió un chasquido y un destello brillante. La señora, sin previo aviso, se llevó las manos a la cabeza, tambaleándose como si algo invisible la hubiera golpeado.
—¿Y ahora qué le pasa a esta vieja? —dijo Roman, apagando el motor y bajando del carro rápidamente.
La mujer, con los ojos desorbitados, comenzó a respirar de forma errática, como si intentara orientarse en un lugar completamente extraño. Finalmente, se enderezó, pero su mirada era diferente.
—¿Qué... qué es esto? —dijo la señora, con un tono completamente diferente al que había usado antes, casi como si no reconociera su propia voz. Miró sus manos, sus brazos, y luego tocó su cara. Sus ojos se abrieron de par en par al verse reflejada en la ventana del coche—. ¡No puede ser! ¡Esto no es posible!
Roman, que todavía tenía la máquina en las manos, la miró con una mezcla de confusión y alarma.
—¿Doña? ¿Está bien?
La mujer se giró hacia él, y su expresión era de puro pánico.
—¿Qué hiciste? ¡Ese no es mi cuerpo!
Roman dio un paso atrás, incrédulo.
—A ver, a ver, ¿de qué habla? ¡Si usted es usted misma!
Pero la señora negó frenéticamente, agarrándose el pecho y luego apuntando a la máquina en las manos de Roman.
—¡Esa cosa! ¡Esa maldita cosa lo hizo! ¡No soy yo!
Roman, con el cigarro colgándole de los labios, observó la máquina como si esperara que le diera una respuesta. Finalmente, suspiró y murmuró:
—Chingao, ya sabía que robar gringos no era buena idea.
Roman miraba a la señora confundido mientras ella seguía tocándose los brazos y el rostro, claramente alterada.
—¡No mames! ¿Qué me pasa? —dijo, con una voz algo histérica.
Él dio un paso atrás, sosteniendo la máquina como si fuera una bomba a punto de estallar.
—¿Qué pedo con usted, doña? ¡Tranquila, nomás me iba a mover!
La mujer levantó las manos y se miró los dedos con una mezcla de pánico y fascinación. Luego, lo miró directamente, sus ojos llenos de algo que Roman no esperaba: familiaridad.
—¡Roman, cabrón! Soy yo. ¡Soy tú!
Roman se quedó congelado, sintiendo que el mundo daba vueltas.
—¿Qué? ¡No diga mamadas! Usted es usted, y yo soy yo. ¿Cómo que es yo?
Ella dio un paso hacia él, tambaleándose un poco en sus tacones.
—La máquina, güey. Esa cosa que tienes en la mano. Me sacó del taxi y ahora… ¡mira dónde estoy!
Roman miró la pantalla de la máquina, que mostraba un mensaje brillante: Transferencia completa.
—No puede ser… —murmuró, mientras las piezas comenzaban a encajar en su cabeza—. ¿Transferencia? ¿De qué fregados estás hablando?
La mujer, o lo que quedaba de Roman en ese cuerpo, señaló su propia cabeza con una expresión exasperada.
—¡Mi mente, güey! Mi pinche mente ahora está aquí, en este cuerpo de señora fresona.
Roman retrocedió un poco más, negando con la cabeza.
—¡No! ¡Esto no está pasando! Usted está loca.
—¿Ah, sí? ¿Quieres que te demuestre? ¿Quieres que te diga cómo te robaste la bocina de aquel antro el año pasado? ¿O qué tal el apodo que te pusieron en la secundaria por usar pantalones más apretados de lo normal? ¿O que te masturbas el el taxi cuando se suben chavas guapas?
Roman sintió que la sangre se le iba del rostro.
—¡Cállese! ¿Cómo sabe eso?
—Porque soy tú, idiota. —La mujer se llevó las manos a las sienes, frustrada—. ¡Esto es una locura! ¿Cómo fregados me voy a explicar con este cuerpo?
Roman bajó la mirada a la máquina, como si pudiera encontrar respuestas en el panel que todavía parpadeaba.
—No sé… no sé qué hiciste o qué hizo esta cosa, pero esto no puede quedarse así.
La mujer suspiró, levantando las manos como si estuviera a punto de darle un sermón.
—¿Y qué sugieres, cabrón? ¿Le decimos a alguien?
Roman tragó saliva, el sudor empezando a empaparle la frente.
—Primero… primero hay que arreglar esto, güey. ¡Pero no sé cómo!
La mujer —o más bien Roman en su nuevo cuerpo— dejó escapar una risa amarga.
—Pues más te vale encontrar cómo, porque no pienso quedarme atrapado en este cuerpo para siempre. ¡No mames, Roman, esto está de la chingada!
Mientras los dos discutían, la realidad de lo que acababa de ocurrir empezaba a asentarse, y Roman sabía que había metido las patas hasta el fondo.
Roman, todavía sentado en su taxi y tratando de procesar lo que acababa de escuchar, miró a la mujer frente a él, quien seguía tocándose el rostro y el cuerpo como si estuviera atrapada en una pesadilla.
—A ver, a ver, ¿me estás diciendo que tú… tú eres yo? —preguntó Roman, señalando con un dedo a la mujer y luego a sí mismo.
La mujer, o mejor dicho, Roman en el cuerpo de la señora, asintió rápidamente, con una expresión de exasperación.
—¡Sí, pendejo! ¿Qué no lo entiendes? ¡Soy yo, Roman Peña, taxista, amante del karaoke y enemigo de los polis mordelones! ¡No sé qué hiciste con esa pinche caja, pero ahora estoy atrapado en este cuerpo!
El Roman original frunció el ceño y luego soltó una carcajada, aunque claramente era más nerviosa que divertida.
—Esto no puede estar pasando... Pinche sueño loco...
Pero al mirar la expresión seria y desesperada de "su" doble en el cuerpo de la mujer, algo en su interior comenzó a aceptar lo imposible. Miró alrededor; las calles del barrio estaban vacías, pero cualquier escándalo podría llamar la atención de los vecinos.
—Mira, mira, relájate —dijo Roman mientras se pasaba una mano por el cabello, claramente agobiado—. Si de verdad eres yo, tenemos que pensar bien qué pedo con esto. No podemos quedarnos aquí gritándonos en media calle. ¿Qué tal si entramos a la casa de esta vieja? Ahí podemos pensar mejor, ¿no crees?
El otro Roman, en el cuerpo de la señora, lo miró con los ojos entrecerrados, dudando.
—¿Y qué tal si alguien nos ve? ¿Cómo explicamos que tú, o sea yo... bueno, ya sabes a lo que me refiero, estamos entrando así como si nada?
Roman sonrió, esa sonrisa de malandro que siempre sacaba en situaciones tensas.
—¿Y tú crees que los vecinos no están acostumbrados a ver a esta señora gritándole a alguien? —dijo, señalándola—. Nomás hazte la loca y seguimos el show.
Con un suspiro resignado, el otro Roman asintió. Ambos caminaron hacia la entrada de la casa.
—Esto es tan raro... —murmuró Roman mientras observaba cómo su propio cuerpo, o lo que parecía ser él, se movía con pasos apresurados hacia la puerta de la casa.
Abrieron la puerta con la llave que la señora tenía en su bolsillo, y ambos entraron, cerrando cuidadosamente detrás de ellos. Ahora, encerrados en el hogar de la dueña del cuerpo que Roman ocupaba, los dos intentaron procesar lo que acababa de suceder.
—¿Y ahora qué hacemos? —preguntó el Roman original, mirando la caja metálica que había dejado sobre la mesa del comedor.
—Primero, averiguamos cómo chingados funciona esta cosa —respondió el otro Roman, cruzándose de brazos y mirando con disgusto el reflejo de "su" nueva apariencia en un espejo cercano—. Y segundo... vemos cómo hacemos para que esto no se quede así para siempre. ¡Porque ni madres que me voy a quedar en este cuerpo, güey!
Roman, aún confundido pero también intrigado, se dejó caer en una silla.
—No te preocupes, carnal. Si esto pasó, debe haber forma de revertirlo... Creo.
Me está gustando como se desarrolla la historia.
ResponderEliminarMe gusto, ya quiero parte 2!!
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