Capítulo 1: “Miren el pajarito, chicas”
Caminaba como pavo real desplumado por la calle, envuelto en mi gloriosa bata roja con gris. El calor me cocía los sobacos, pero ¿qué más daba? Aquella prenda era mi uniforme de guerra, mi capa de superhéroe de tercera categoría. Saludaba a la gente con la solemnidad de un ministro corrupto inaugurando un puente que se va a caer en tres meses.
—Buenas tardes, señora Monroy.
—Señor Manuel.
Yo asentía con la cabeza, tratando de parecer respetable, aunque por dentro el corazón me brincaba como rana en comal. Nervioso, sí, pero excitado por la brillante estupidez que estaba a punto de cometer.
Caminé casi una hora por las tripas de la ciudad —calles mugrosas, charcos que olían a sopa de perro muerto— hasta llegar a una colonia donde nadie me conocía… aunque yo conocía demasiado bien el terreno. Mi safari urbano.
Me dirigí al parque. Estaba medio vacío, apenas tres muchachitas con mantelito de picnic, felices en su mundo de sándwiches mal hechos. Yo, depredador de caricatura, me acerqué con mi mejor cara de "señor respetable".
—Jovencitas, ¿me podrían ayudar? —pregunté con un temblor tímido que parecía de monaguillo, pero en realidad era la adrenalina de mi idiotez.
Me miraron raro, como si olieran que algo hedía mal en el aire (spoiler: era yo). La del medio, más educada que sensata, sonrió:
—Sí, dígame.
Mi momento. El gran truco. Me armé de valor, abrí la bata y exclamé con el entusiasmo de un payaso arruinado:
—¿Ya vieron el pajarito, chicas?
Ellas, claro, pusieron cara de haber visto una cucaracha salir de la sopa. Una quiso vomitar en el mantelito, otra se quedó congelada y la tercera seguramente juró estudiar más duro para nunca terminar como yo.
Yo me regodeaba en mi “hazaña”, convencido de ser la estrella de un espectáculo invisible que nadie aplaudía. Y entonces, como todo cobarde con ínfulas, cerré la bata y salí corriendo, con la dignidad en los talones.
Me escondí detrás de un basurero, jadeando, sudando y riéndome como rata envenenada. Nadie me encontró ahí… al menos no ese día. Pero el destino sí, y ya me estaba preparando una despedida digna de lo que fui: un circo de una sola persona.
Esperé a que cayera la noche. El parque se vació y yo, satisfecho como puerco en lodo, me quedé tirado detrás del basurero. Entre la peste a pañales podridos y sobras de tamales rancios, caí en un trance de éxtasis barato. Me aventé una paja ahí mismo, como quien prende una veladora en una iglesia: con devoción y mugre. Terminé jadeando, feliz de ser el rey del muladar.
Cuando la oscuridad ya estaba espesa y los mosquitos me habían hecho un colador, salí tambaleando. Caminé otra hora hasta mi unidad habitacional. El lugar era un conjunto de edificios viejos y feos, con pintura descascarada y olor a drenaje. En su tiempo, dicen, fue “lo mejorcito”… ahora era una pocilga donde las cucarachas hacían fila para rentar.
Nunca me hubiera alcanzado para comprar un departamento ahí; si lo tenía, era gracias a mi madre. Bueno, a mi madre y a su amante, de quien probablemente yo era el souvenir biológico. Pero eso no importaba: la herencia era mía, aunque viniera envuelta en escándalo y olor a sudor viejo.
Subí las escaleras cansado, con el estómago rugiendo como perro sin amo. No había comido nada decente, salvo aire y orgullo barato. Fue entonces cuando escuché una voz femenina que rebotaba desde el departamento de abajo.
Era Guadalupe, la recién llegada: veinticinco años, recién casada, con su esposo José. Parejita de telenovela de barrio. O al menos eso parecía antes de que abrieran la boca.
—¿Escucharé bien? —decía ella, con voz cargada de veneno—. Odio aquí, odio este maldito lugar de pobres. Algún día podrías trabajar más, ¿no? Cuando me casé no esperaba esto, José. ¡Me prometiste todo!
Yo me detuve en seco, carcajeándome por dentro. Mierda, la morrita ya está emputada. Y con razón: los hombres, con tal de meterte un dedo en el rosario, te prometen hasta las perlas de la Virgen. y por oler ese culito gordo que se carga esa muchacha le prometía una mansión.
Entré a mi departamento y el golpe de realidad me pegó como bofetada con trapo húmedo. El desmadre era total: botellas de PET, periódicos viejos y cartones apilados hasta parecer una escultura moderna hecha por un loco. Mi economía era un sistema tan brillante como yo: cuando había dinero, lo gastaba en tonterías; cuando no había, me dedicaba a juntar basura para venderla. Era un círculo virtuoso de la miseria.
Ese día, en teoría, tocaba vender el montón de reciclaje acumulado. Pero gracias a mi “aventura artística” en el parque, la jornada laboral se fue a la basura… literalmente. Mis tesoros seguían ahí: las montañas de PET, el cartón húmedo, el papel periódico amarillento que ya olía a sudor y a abandono. El inventario de un rey de la chatarra sin corona.
Miré mi guarida y suspiré, como si fuera un emperador contemplando las ruinas de su imperio. Era grotesco, deprimente… y mío.
Busqué en el refrigerador como quien abre un ataúd esperando encontrar un tesoro. Nada. Ni un mísero huevo chiquito, ni medio jitomate podrido. Entonces rebusqué entre mi montaña de tiliches y encontré un bolillo viejo, duro como piedra de río. Lo partí a la mitad, le eché un poco de azúcar y encendí mi parrillita con el gas que quedaba. Apenas una flama tímida, como pedo vergonzoso, salió de la estufa.
El azúcar se derritió sobre el pan y, aunque aquello no era ni por asomo un taco, mataba el hambre. Acompañado con un trago de refresco tibio, era toda una cena de gala.
Me senté en mi “mesa” —una tabla coja con complejo de mueble— y encendí mi joya tecnológica: una laptop del tianguis que me costó 350 pesos y que aún tenía más virus que el agua del canal de Xochi. Gracias al vecino de arriba, que no sabía poner contraseña, tenía internet gratis. Y con eso era feliz.
Al principio vi películas en páginas piratas con subtítulos traducidos por alguien que seguramente usó Google Translate borracho. Pero ya saben cómo es el algoritmo de la miseria: de una película pasé a otra, y terminé viendo porno de gasolinería, con una muchacha mostrando las tetas entre bidones de gasolina. Pura poesía visual.
Tenía el pan a medio comer en la mano y con la otra ya estaba buscando mi inseparable compañera: la crema. Porque así era mi ritual. Pero, en lugar de levantarme a alcanzarla, me estiré desde la silla como un flojo profesional. Estiré el brazo, ya rozaba el frasco con la punta de los dedos…
Entonces, traicionera, la silla se reclinó demasiado.
Un resbalón.
Un golpe seco en la nuca.
Un chispazo en el cerebro.
Oscuridad.
Y así terminé: muerto por pajero y por flojo. Una muerte digna de mí mismo: grotesca, barata y ridícula.
La noche fue una tortura. Entre la incomodidad y los sueños, parecía que mi cerebro estaba pasándose en maratón todas mis desgracias… pero con un giro asquerosamente raro: en cada recuerdo, yo no era yo, era una niña. Sí, así como suena. Jugaba con Barbies, me ponía vestidos, iba a la escuela con faldita. Hasta recordé un beso con un chamaco, y me dio un asco que ni la sopa de tripa recalentada me había dado jamás.
El calor era sofocante, sudaba como marrano en feria, y me revolvía de un lado a otro. Hasta que sentí algo… un beso en la frente. Suave. Casi tierno. ¿Yo? ¿El tipo que morí con el pantalón abajo frente a la laptop del tianguis? Sí, yo.
Abrí los ojos.
Lo primero que me golpeó fue el aroma: suave, como a fresa recién lavada. Mi nariz, acostumbrada a la fragancia de cartón húmedo, PET fermentado y cigarros rancios, no entendía nada. Luego miré alrededor: el mismo tono de verde en las paredes… pero no era mi pocilga. Nada de montañas de periódicos amarillentos ni botellas de plástico apiladas como torre de Babel chatarra. Todo estaba limpio, ordenado.
Y ahí me cayó la sospecha, como balde de agua fría: algo estaba muy mal… o muy bien.
Me levanté aturdido, como si hubiera dormido marinado en alcohol barato. La cabeza me dolía, la visión era borrosa, y ese cuarto no parecía mi basurero de siempre. Nada de montañas de cartón húmedo, ni cucarachas haciendo fila para el baño. Pero en mi confusión no me detuve a pensarlo mucho.
Con el piloto automático de la costumbre, fui directo al baño. Bajé el bóxer —o lo que yo juraba que era un bóxer mío— y empecé a orinar.
Esperaba escuchar el glorioso chorro golpeando el agua del excusado, como toda la vida… pero no. Sentí, en cambio, un hilo caliente bajándome por la pierna.
—¡A la mirra! —solté, furioso—. Esta madre ya se descompuso.
Ahí fue cuando escuché mi propia voz. No era mi gruñido varonil de borracho crudo. No. Era femenina. Suave, chillona, como si de pronto hubiera tragado helio con perfume barato.
Me quedé helado. Llevé las manos a mi cara… y tampoco era la mía.
Me giré hacia el espejo, con la idea de ver mi jeta de siempre: ojerosa, grasosa, medio inflamada de tanto refresco barato. Pero no.
Lo que vi fue la cara de Guadalupe.
—¿¡Qué mierda!? —grité, y casi me caigo de espaldas. Por un segundo, juro que pensé que la chamaca estaba metida conmigo en el baño, como si se hubiera materializado ahí para reclamarme la renta atrasada.
—Niña, ¿qué haces…? —balbuceé, pero entonces me congelé.
La voz que salía de mi boca era la suya. Suave, joven, femenina… ¡y salía de mí!
Miré el reflejo con el corazón rebotándome en el pecho. Moví una mano, lento, como probando la realidad… y en el espejo ella hacía lo mismo.
Yo estaba inmóvil, ella estaba inmóvil. Yo respiraba, ella respiraba. Y cuando me atreví a soltar un “ay cabrón”, lo que escuché fue la vocecita de Guadalupe, saliendo de mi propia garganta.
Me quedé tieso. El espejo no mentía: era su cuerpo, era su cara… y era yo adentro.
No sabía qué carajos estaba pasando. ¿Me había convertido en una copia de Guadalupe? ¿Un clon con tetas de saldo y shampoo caro? Miraba el baño: todo limpio, ordenado, con aroma a suavizante. Como si la mugre jamás hubiera existido. Definitivamente, este no era mi chiquero.
Mi cuerpo, rígido como palo de escoba, empezó a soltarse poco a poco. La realidad me entraba como agua sucia por la coladera: estaba en el cuerpo de Guadalupe.
—¿Esto qué es? —susurré, viendo en el espejo el rostro ajeno que ahora me obedecía.
Moví la boca. Una mueca rara. Una sonrisa torcida. Y ahí estaba: la cara de Guadalupe deformándose en una mueca depravada que ella jamás pondría. Viéndola así, parecía poseída por un demonio… y claro, el demonio era yo.
Me acerqué al espejo, abrí grande los ojos, enseñé los dientes como animal y me carcajeé.
—Ay, virgencita, ¿qué hice pa’ merecer este regalito? —me dije, mientras pasaba la lengua por los labios de ella con descaro.
Me miré con detenimiento, y solté, con esa vocecita dulce que ahora podía ensuciar como quisiera:
—Guadalupe no está, papi…
El eco fue peor que cualquier insulto: escuchar la voz de esa muchacha diciendo mis porquerías.
Comencé a saltar, como niño con juguete nuevo, y sentí las tetas de esta mujer rebotar bajo la blusa. Un carnaval extraño de carne prestada que ahora me pertenecía.
—¡Ay José! —dije con tono meloso, doblando la voz como actriz barata—, tráeme flores, pero que sean del panteón, que ya estoy muerta de ganas…
Me revolcaba de risa.
—Guadalupe es una niña mala… —continué, riéndome como cerdo en lodo, dejando que las obscenidades salieran con esa vocecita angelical.
La electricidad me recorría el cuerpo nuevo. Era grotesco, absurdo, y un festín de vulgaridad. Ver esa carita inocente en el espejo escupiendo barbaridades que ni en la cárcel se atreven a gritar… era como haber ganado la lotería del mal gusto.
—Jesús, María y José… —dije con voz santurrona, juntando las manos—, ya no soy yo, ahora soy su puta devota… ¡amén!
Y me tiré una carcajada que rebotó contra los azulejos limpios, como si el baño entero estuviera confirmando que, en efecto, Guadalupe tenía un nuevo dueño adentro: yo, el imbécil inmortal.
Me miré otra vez en el espejo, todavía con la cara de Guadalupe dibujando sonrisas cochinas que no le pertenecían. Y de pronto sentí los pies húmedos. Bajé la vista y ahí estaban: mis nuevos piececitos empapados en orina.
—¡No mames… me mie! —grité, pero salió con la vocecita aguda de ella, como si lo hubiera dicho una niña de kínder después de un accidente.
Miré el charco y me reí solo:
—Pues sí que meas mucho, canija… aquí ya parece alberca olímpica.
El reflejo me devolvía esa carita tierna de Guadalupe, con los ojitos brillando de locura. Moví las manos, tembloroso, y solté entre carcajadas:
—¿Soy mala, eh? ¿Soy mala, papi?
Cada palabra era un látigo obsceno contra esa imagen angelical. Ver a Guadalupe transformada en un muñeco de feria que decía mis marranadas… era demasiado. Yo me regodeaba como puerco en un charco.
Y pensé, saboreando el absurdo: si ser malo sabe así, que me condenen pa’ siempre.
Pero de pronto, mi cabeza tuvo un destello de lucidez, una chispa que interrumpió el éxtasis.
—Un momento… —susurré—. ¿Y mi cuerpo? ¿Y mi mente? ¿Guadalupe está en mi cuerpo mugroso?
El pensamiento me sacudió, pero no por preocupación… sino por conveniencia. Porque si ella estaba allá, en mi desastre de chatarra y pornografía, lo lógico era que intentara volver. Y eso significaba que el jueguito podía acabarse en cualquier momento.
Salí del baño arrastrando las huellas húmedas de orina, como Hansel dejando migajas en el bosque. Sonreí, malicioso:
—Pues antes de que venga la aguafiestas a reclamar lo suyo… mejor me divierto un poquito.
Y la sonrisa de Guadalupe, reflejada en el espejo, se deformó en una mueca diabólica que ningún cura podría purificar ni con veinte litros de agua bendita.
Me quité los calcetines empapados, esos que ahora parecían trapeador de baño, y miré mis nuevos pies. Pequeños, delicados, con dedos tan bien formados que parecían de catálogo. Los moví lentamente, como si fueran juguetes recién sacados de la caja.
Luego subí la mirada. Mis piernas. Tersas, suaves, brillaban bajo la luz como si fueran de otro planeta. Nada de los chamorros peludos y resecos a los que estaba acostumbrado. No: esto era seda, esto era carne de anuncio de crema humectante.
Y pensé: si Guadalupe me viera mirando sus piernas así, fijo vomitaba el desayuno.
Me incliné un poco, recorriendo con la vista esos muslos cubiertos apenas por un short pegadito que se aferraba a cada curva. Una prenda inocente, pero que ahora, bajo mi control, parecía pura provocación.
Sonreí, acariciando la tela con la palma como quien paladea un manjar robado:
—Pura cosa buena…
El eco de esa frase, dicho con la vocecita dulce de Guadalupe, rebotó por todo el cuarto como una blasfemia disfrazada de canción de cuna.
Escuché un celular vibrar y seguí el sonido hasta la habitación. Todo muy arreglado, pero humilde: cama tendida, un par de fotos baratas, nada de lujos. Sobre la mesa estaba el aparato: pantalla rota, esquinas despintadas, y en la pantalla un nombre que decía “Amor”.
Amor.
Lo obvio era que era José. A menos que la muchachita fuera tremenda infiel y se diera el lujo de guardar al amante con ese mismo apodo barato. La idea me hizo sonreír: imaginé a Guadalupe como una perversa que le encanta engañar a su marido, y a él, el pobretón, disfrutándole el cuerno como si fuera premio. Solo de pensarlo sentí el cuerpo humedecerse en lugares que todavía me sorprendían.
Aunque siendo sinceros, si de verdad fuera infiel, se iría con alguien mejor, no con este muertito de hambre.
El celular seguía sonando. Dudé. Si no contestaba, podía parecer raro; si contestaba, podía cagarla. Al final me armé de valor y contesté… pero no hablé.
Silencio. Como si el tipo esperara que yo dijera algo.
Entonces escuché su voz, temblorosa, llena de disculpas:
—Sé que no quieres decir nada, no importa… discúlpame si no he logrado lo que pides, solo te pido más tiempo.
Yo, callado.
—Discúlpame, amor… voy a trabajar más.
Lo escuché y no sabía si reírme o bostezar. El pobre parecía bueno, pero a mí me importaba un carajo. Yo solo quería que me dejara divertirme con el cuero de su esposa.
—Está bien —dije al fin, con voz melosa que ni yo me creía—. Te esperaré… te lo prometo.
El idiota casi lloró de emoción.
—¿En serio, amor? Gracias, gracias.
Y para rematar:
—Ahorré un poco… puedo llevarte algo de comer si gustas.
Me llevé la mano a la frente, mordiéndome la risa. Este maldito era un pendejo de primera. Sonreí con la boca de Guadalupe y pensé: me puedo aprovechar de este bastardo hasta cansarme.
—Unos tacos, amor —le solté, como si nada. Sí, le dije “amor”, y me dio igual. Total, hacía mucho que no comía tacos.
Colgué la llamada con una sonrisa torcida. Era oficial: José sería mi mesero personal, y yo, el demonio metido en la piel de su mujercita.
—¡Mierda! Esto está cachondo… —me reí solo, carcajeándome como loco—. El pendejete se cree que soy su vieja, jajajajajaja. Si supiera que en realidad soy el vecino cochinote de arriba…
Me doblaba de risa. Qué ironía: José, el santo varoncito, derramando miel por el teléfono, mientras yo, el demonio con patas, jugaba con el disfraz de Guadalupe.
Miré alrededor y vi la canasta de ropa sucia. Jackpot.
Me agaché y la abrí como quien descubre un tesoro. Ahí estaba: la ropa sudada de Guadalupe, los restos de sus corridas matutinas, pegados todavía con el olor ácido del esfuerzo.
—Sabía que esta vieja no podría hacer nada para detenerme… —susurré con voz nasal, disfrutando el momento.
Hundí la cara en las prendas, me las pegué a la nariz y respiré hondo, como si fuera incienso en iglesia: calcetas húmedas, camisetas pegadas de sudor, licras empapadas de su esfuerzo diario. Un perfume humano, grotesco, que a mí me sabía a gloria.
—Ufff… pura agua bendita… —dije entre risas—. Y ahora, ¿quién necesita misa cuando tienes la ropa sucia de la vecina?
Me dejé caer de rodillas frente a la canasta, como si estuviera en un altar. El altar de Guadalupe, versión cochina.
Saqué una camiseta sudada, pegajosa de tanto correr bajo el sol, y me la llevé a la cara. El olor era agrio, humano, intenso… puro sudor de vecina aplicado directo a mis narices. Aspiré fuerte, como quien le da un golpe a un cigarro de mota.
—Ahhh, bendito sea el Señor… —murmuré, con la vocecita angelical de Guadalupe, lo que lo hacía aún más retorcido.
Después agarré las calcetas, tiesas de tanto uso. Me las froté por la cara, hundiéndome en la tela áspera.
—¡Ay José, mírame! —dije con un tono meloso, imitándola—. Me tienes aquí, en comunión con mi propio sudor…
Me reí como puerco. La ropa deportiva era un festín de olores: la licra ajustada, la blusa empapada, hasta el maldito top todavía húmedo. Lo apreté contra mi boca, sintiendo el sudor seco pegarse en mis labios.
—Esto sí que es doping olímpico —resoplé—. Que chinguen a su madre las vitaminas, yo me alimento de Guadalupe premium.
Me miré en el espejo, con toda esa ropa pegada a la cara, y la sonrisa torcida de ella deformándose en mi reflejo. Y pensé: si esto es pecado, ya no quiero la absolución.
Me dejé caer en la cama, rodeado de las prendas sudadas como si fueran trofeos. Pero entonces me miré las manos… las manos de ella. Dedos finos, uñas cuidaditas, piel suave. No eran las garras mugrosas de siempre.
—Mira nada más… —me reí, moviendo los dedos frente al espejo—. Guadalupe, la fina, la delicada… ahora es mi guante, mi costal de piel.
Me levanté la blusa y vi ese vientre plano, terso, que se estiraba al respirar. Pasé la palma por la piel y sentí un escalofrío recorrerme entero.
—Ufff… puro corte premium. Y yo aquí, metido como inquilino ilegal…
Me acerqué otra vez al espejo y me toqué las mejillas, la boca, el cuello. Todo ese disfraz humano me obedecía, como un maniquí poseído.
—¿Te ves, Guadalupe? —dije en voz alta, con la sonrisa torcida—. Todo tu cuerpecito, toda tu juventud, toda tu pureza… reducida a un maldito costal de piel que ahora visto yo.
Comencé a mover las caderas de forma ridícula, burlándome, viendo cómo su reflejo obedecía cada gesto vulgar que yo inventaba.
—¡Mírame! Guadalupe, la niña decente del barrio… y ahora bailando como zorra barata en un costal que ya no es suyo.
Solté una carcajada que rebotó en las paredes limpias de su cuarto.
—Me lo quedo, ¿eh? Este cuerpecito es mío ahora. Tú… tú te jodiste.
Y ahí estaba yo: burlándome de su reflejo, acariciando cada curva con descaro, como si su piel no fuera más que un traje que me habían prestado para hacer la peor de las parodias.
Me paré frente al espejo y me observé con calma. Todo ese cuerpecito bien cuidado, trabajado a base de rutinas y carreras matutinas, ahora era mío. Yo lo movía como si fuera un títere.
—Mírate, Guadalupe… —dije con sorna, jalándome la blusa hacia arriba—. Toda tu disciplina, tus ensaladas, tus caminatas al sol… ¿para qué? Para que terminara siendo mi puto disfraz. Tu esfuerzo reducido a un costal de piel con cremita incluida.
Me reí, mostrando los dientes de ella en una mueca que le hubiera dado pesadillas a cualquiera.
Apreté un muslo con la mano, lo hundí, lo pellizqué.
—Tersito, eh… pura suavidad. No como mis patas de gallina viejas. Y ahora mírame, dándole uso como si fueran dos bisteces recién salidos de la carnicería.
Levanté una pierna, la flexioné frente al espejo, me puse en pose de revista barata, sacando la cadera exageradamente.
—¡Guadalupe modelo fitness! —anuncié como si narrara un comercial—. Disponible ahora en versión vecino cochinote metido dentro.
Me incliné hacia adelante, la blusa cayendo, y vi cómo los pechos de Guadalupe se acomodaban obedientes a mis movimientos.
—Ah, tus famosas tetitas… tanto cuidarlas, tanto presumirlas con tu top para correr, y ahora no son más que dos juguetes que se sacuden cuando yo salto.
Me puse a brincar frente al espejo, carcajeándome mientras rebotaban.
—¡Bravo, Guadalupe! ¡Qué circo me armaste! Puras pompis, pura pechuga, puro lujo de carne envuelto en un costal de piel que ya no es tuyo.
Me acerqué, pegué la nariz al espejo, mirando de cerca los labios de ella moviéndose bajo mi control.
—Y lo mejor, Guadalupe… —susurré con una sonrisa torcida— es que ni siquiera puedes gritar. Tu cara dice lo que yo quiero, tu voz repite mis cochinadas, y tu cuerpo… tu cuerpo es solo mi marioneta.
Me reí con fuerza, viendo el reflejo de esa muchacha tierna deformarse en una caricatura vulgar. Y pensé: no hay nada más delicioso que arruinar la inocencia desde adentro.
Me quedé mirando la taza del baño. Blanca, brillante, limpia. No era como la mía, que parecía reliquia arqueológica con manchas imposibles de clasificar. Esta relucía, casi como si Guadalupe la hubiera pulido con devoción, sabiendo que ahí descansaba su realeza tras cada carrerita matutina.
Me acerqué, despacio, como quien se prepara a besar un altar.
—Aquí se posa Guadalupe… —susurré, con una risa ronca.
Y sin pensarlo más, me incliné y pasé la lengua por el borde frío de la porcelana. Lento, exagerado, como si catara vino caro.
—Mmmm… puro sabor a princesa del barrio —dije, relamiéndome—. Aquí, donde esta mujercita se sienta, vengo yo, el vecino cochinote, a tomar misa.
Me reí, carcajeándome hasta que el eco rebotó en los azulejos.
—¡Guadalupe! —le hablé a mi reflejo en el espejo—. Si supieras que tu trono sagrado ahora es mi chupón personal… te mueres otra vez, pero de asco.
Y volví a pasar la lengua, riéndome como puerco, disfrutando la repugnancia del acto solo porque podía, solo porque era yo quien movía este costal de piel.
Me aparté del espejo con la boca todavía húmeda de la taza y me carcajeé como loco.
—¡Ay, Guadalupe! —dije con tu propia vocecita dulce, fingiendo un tono de inocencia—, ¿te imaginabas que tus labios iban a besar tu propio trono? Jajajajaja.
Caminé tambaleándome por el baño, dejando huellas de saliva en la piel limpia de sus muslos. Me miré otra vez y levanté la blusa para contemplar el vientre plano.
—Mírate, muñequita… tanto sudar en el gimnasio, tanto correr bajo el sol, tanto “cuidar la figura”… ¿y para qué? Para ser mi disfraz, mi costal de piel con cremita.
Me di un par de palmadas en las nalgas, sonoras, riendo como cerdo.
—¡Pura pechuga de primera, papito! ¿Sabes qué eres, Guadalupe? Un traje de carne, ¡y encima a la medida!
Me puse a hacer muecas frente al espejo, sacando la lengua, bizqueando, gesticulando obscenidades con esa carita inocente.
—¡Mírame! Guadalupe, la recatada, la decente, ahora sacando la lengua como una zorra de cantina… jajajajajaja.
Me acerqué tanto al espejo que choqué la frente contra el vidrio. Respiraba agitado, la boca abierta, y vi el vaho empañar la cara de ella.
—¿Qué se siente, Guadalupe? ¿Qué se siente saber que tu pureza ahora no vale ni un peso, porque todo tu cuerpecito se convirtió en un maldito circo para que yo me divierta?
Y mientras decía esto, me pasé las manos por el cuerpo, apretando, pellizcando, explorando cada rincón como quien revisa un maniquí en liquidación.
—Te lo digo yo: ya no eres más que un costal de piel con el que juego cuando me da la gana.
Me dejé caer de golpe sobre la cama, abriendo los brazos y riéndome con la cara de Guadalupe deformada en una mueca diabólica.
—¡Y pensar que todos creen que eres un angelito! Jajajajaja.
Me dejé caer sobre la cama, extasiado, sintiendo cómo este costal de piel se sacudía bajo mi control. Las tetas de Guadalupe rebotaban frente a mí, redondas, obedientes, hermosas. Siempre había mirado a las mujeres caminar y pensaba que aquello era el mejor espectáculo gratis de la vida… pero ahora tenía el show privado, con las mías, para mi exclusiva diversión.
Salté un poco sobre el colchón y vi cómo se movían, arriba y abajo, como un par de globos rebeldes. Me carcajeé.
—¡Guadalupe, qué circo traes! ¡Ni en el carnaval de Veracruz hay tanto brinco!
Me llevé la mano a la entrepierna y sentí la humedad, casi escurriendo. El calor me subía por las piernas, mezclado con el olor dulce a fresas que impregnaba la habitación. Un perfume delicado, de mujer decente… arruinado por mi risa vulgar.
Me estiré, jadeando, y le hablé al reflejo invisible de Guadalupe como si pudiera escucharme desde algún rincón del limbo:
—¿Sabes qué, mi amor? Mi mente está por volar… voy a olerte partes que a ti misma te darían asco. Jajajajaja.
La carcajada llenó la habitación ordenada, limpia, perfumada… y yo, convertido en el demonio adentro, dispuesto a profanar cada rincón de ese cuerpo prestado.
Excelente continúala.
ResponderEliminarPensé que empezarías a regalarnos más historias de la vez anterior uwu
Las que están publicadas ??? Ya tengo varios avances espero ponerlos pronto
EliminarLas que te dijimos la publicación anterior que nos preguntaste las cochinadas jaja
EliminarFaltan imágenes
ResponderEliminarTienes una imaginación tremenda , no necesitas imágenes
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