Estábamos en clase de Historia, pero nadie estaba pensando en historia. Menos Bruno.
Digo “Bruno”, aunque la palabra amigo me queda grande si hablamos de él. Su cuerpo estaba ahí, sí: gordo, apretado contra la silla de madera que chillaba con cada movimiento. Sudaba siempre, aunque hiciera frío. Su sudadera gris tenía una mancha vieja de grasa y algo que parecía salsa Valentina. Era un milagro que la profesora no lo mandara al baño con una manguera.
Y sin embargo, ese... bulto andante tenía novia.
No una morra inventada de Instagram. No una bot rusa. No. Según él, una señora real. Casada. Con hijos.
Cuando nos lo dijo, pensamos que era una broma. Nadie le creyó. O sea, Bruno es... Bruno. Pervertido. Grosero. Asqueroso. Hay días en que huele a pipí de gato y ni se inmuta. Y ahora resulta que se andaba comiendo a una doña casada. Como si fuera un personaje de película porno, pero mal hecho.
—Wey, ¿cómo va tu tóxica? —le pregunté ese día, sin pensar.
Bruno no respondió. Estaba embobado viendo su celular con la cara iluminada por la pantalla, como si estuviera viendo porno.
—Bruno. ¡Bruno, pendejo!
—¿Qué? —parpadeó como salido de un trance.
—Ya entró la profe, güey. Guarda el cel, no te lo vaya a quitar otra vez.
—Es que mi zorrita me mandó algo...
-Ella sabe que le dices “Zorrita”.
-Jajaja ella me pidió que le dijera así.
Y lo mostró sin pudor.
La pantalla mostraba una foto. Una señora sentada en un coche, con el cinturón puesto. Sonreía. Camisa azul abierta, y abajo una cámbiate blanca que se bajó era outfit de madre de familia saliendo de misa. Pero tenía los dos pechos al aire, redondos y operadas, como si estuviera presumiendo fruta fresca en el tianguis.
Mi estómago se revolvió.
—Dice que fue después de dejar a su hijo pequeño en la escuela —dijo Bruno, como si contara algo tierno.
No sabía qué me perturbaba más: que la señora fuera real… o que Bruno hablara de ella como si la poseyera. Literal.
—¿Y su marido? ¿No tienes miedo de que te parta la madre?
Bruno soltó una risita nasal.
—Ella es mía, totalmente. Me lo ha dicho. Dejaría todo por mí. Dice que con su esposo es como estar muerta por dentro, pero conmigo... vive.
—Sí, ajá. Vive. En su coche. Sacándose las tetas.
-Bruno se que eres asqueroso que es lo mas extremo que le has pedido?
—Wey, me mandó otra cosa más perra ayer, primero me mando una metiendo los dedos en el coño y depuesto una foro de un vagabundo chupandole los dedos. Pero no puedo enseñártela aquí. Es... muy cabrona.
Quise preguntarle qué tan cabrona, pero la idea me dio náuseas. Bruno se rascaba la panza con una mano mientras con la otra acariciaba el marco del celular como si fuera un altar. Había devoción en su cara. O adicción. O las dos cosas.
—¿Nunca te manda una foto con la cara? —le pregunté.
—No. Dice que quiere proteger su matrimonio. Pero si le pido algo específico, me lo manda. Lo que sea. Sin miedo. Ayer le dije: “Quiero una foto tuya con un pepino en el culo. Y me la mandó. Exacta.
Me la mostró. Era borrosa, mal encuadrada. Pero era la misma señora. Y la tenía.
No sé por qué me dio miedo.
—Wey… ¿cómo la conociste?
Bruno se quedó en silencio un momento. Raro en él.
—Es una historia larga.
—¿Tinder?
—No. Fue... como un accidente. Algo pasó. La vi. La sentí. Entré.
—¿Entraste?
Me miró. Sonrió.
—No lo entenderías.
En ese momento la profesora entró al salón gritando “¡Silencio, clase!”, y todos se acomodaron en sus sillas incluso yo como si no estuviera escuchando una historia de posesión demoníaca disfrazada de sexting.
—Bien, clase... aquí tengo los exámenes —dijo la profesora, con voz seca pero indulgente—. Me duele mucho decirlo, pero la mayoría reprobó. Y la historia solo se pondrá más difícil.
Sentí cómo se me hacía un nudo en la panza.
Ese era mi examen. El examen. El que definía si pasaba de año o me quedaba repitiendo junto a los güeyes que mastican hojas. Me había desvelado, estudiado sin comer, sin desayunar, sin pensar en otra cosa que fechas, batallas, causas y consecuencias. Esta vez sí me esforcé. Esta vez di todo de mí.
Pero la presión aumentaba mientras la profe se acercaba repartiendo hojas, con esa expresión entre decepción y lástima que da más miedo que una amenaza. Iba nombre por nombre, golpeando a cada uno con la realidad de un número rojo.
Hasta que llegó a mí.
—Emilio... —me dijo, con una media sonrisa.
Volteé la hoja.
3.67
Sentí que me caía por dentro. Como si me hubieran vaciado con una cubeta desde el pecho. Todo lo que pensé, todo lo que planeé… se fue a la mierda con ese número.
—Mejoraste, Emilio. Pero no fue suficiente —dijo la profe, intentando ser amable—. Espero ver a tu mamá mañana. Tal vez podamos hablar sobre cómo arreglarlo. No estés triste. Aún hay solución.
“Aún hay solución.”
Ja. No si tu mamá es como la mía. Que no cree en tareas extra, ni en segundas oportunidades. Solo diría:
"¿Esa es tu calificación? Sácate. Eso es lo que te mereces. No estamos jugando a pasar.”
Mi vida se había ido al carajo.
No supe cómo llegué al baño. Solo sé que me levanté, con la cabeza flotando y los ojos llenos. Entré, cerré la puerta de un cubículo, y ahí me dejé caer.
Llorar no es algo que digo con orgullo. Pero tampoco me importa.
Lloré como si con eso pudiera sacar el 3.67 de mis venas.
—¿Wey? —dijo una voz gruesa, medio jadeando por la corrida—. ¿Estás bien?
Era Bruno. Ese maldito gordo pervertido que, a pesar de todo, tiene corazón.
Entró al baño sin pena y se sentó en el suelo afuera del cubículo, como si estuviéramos en una película triste.
—Wey, no te pongas así. Capaz que tu mamá sí acepta. Que te den más tarea o algo. Igual no todo está perdido.
Guardé silencio.
—Podemos hablarle a Mateo... —siguió él—. Vamos a su casa, jugamos un rato play. ¿Sí? Yo invito las papitas. Pero no de las baratas. De las chidas. Las que huelen picosito.
La neta, Bruno era un cerdo, pero uno que quería a sus amigos.
Las horas pasaron, la escuela terminó… y con ella, también mi vida.
Salimos por la puerta grande y ahí estaba Mateo, siendo Mateo.
—Vamos, wey —me dijo, chocándome el hombro con su mochila—, la vida a veces te da la espalda… tú agárrale las nalgas. ¡Jajajaja!
Bruno se rió con él. Intentaban animarme, pero yo no tenía cabeza para pensar en otra cosa que no fuera mi pinche 3.67 en Historia. Era como si la calificación estuviera grabada en mi frente.
Ellos iban hablando de puras tonterías. Riendo, empujándose, diciendo mamadas.
—Entonces, Bruno, pinche gordo —dijo Mateo—, ¿te vas de vacaciones este fin o hasta el otro?
—Este, wey. Pero la neta no quiero ir.
—¿Y esa mamada por qué?
—Pues porque dejaría sola a mi nalguita.
—Uff… ¿La señora de las fotos?
Mateo soltó un silbido.
—Amigo, qué suerte la tuya. ¿Cuándo fue la última vez que lo hicieron? —preguntó sin vergüenza.
—Hace como cuatro días —dijo Bruno, con orgullo—. Su esposo ha estado llegando tarde toda la semana, así que me llamó pa' darle lo suyo. Mira… me dejó tomarle esta foto.
Le mostró el celular.
Incluso yo, con la cabeza hecha mierda, me detuve a mirar.
Era una foto... lasciva. Muy lasciva. La señora de perrito, con el culo al aire, con un mano abriéndose el coño y culo para que Bruno se deleite. El ángulo, la iluminación, todo sugería que Bruno había estado ahí, en persona.
Mateo soltó un “no mames” entre risa y asombro. Yo solo dije:
—Wow.
-¡No mames! Qué coño tan más jugoso, me gustaría darle uno que otro lengüetazo. Decía mateo.
Bruno sonrió y asentí con la cabeza.
Pero algo en mi estómago no se sentía bien. Tal vez era hambre. Tal vez era sospecha. Tal vez solo asco.
Siguieron en su rollo, hablando de cosas que ya no escuché. Bruno me miró un segundo, luego volvió a ver su celular. Frunció los labios.
—Chicos, me voy —dijo de repente—. Tengo que ver a mi novia.
—¡Pinche suertudo! —gritó Mateo.
Bruno se fue casi corriendo, mochila rebotando en su espalda, sudando desde antes de llegar a la esquina.
“Sé cómo ayudarte con lo de Historia. No le digas nada a Mateo. Ve a su casa. Yo ya estaré ahí. Solo ve. Confía en mí. Pero por favor no una palabra a mateo”
Leí el mensaje tres veces.
Llegamos a casa de Mateo como si nada, aunque desde la entrada sentí algo raro.
—Hola, chicos —dijo con una sonrisa—. La comida estará lista en veinte minutos.
La forma en que me miró me dejó helado. De reojo. Directo. Y luego de nuevo. Como si estuviera analizando algo en mí, o como si supiera algo que yo no.
Nos sentamos a comer. Estofado con arroz. Mateo hablaba de videojuegos, Bruno no estaba, y Carolina... no paraba de echarme miradas. Miradas largas. Demasiado largas.
Cuando terminamos, ella dejó los platos y se limpió las manos con calma.
—Mateo, el señor Pastrana —el vecino de al lado— me pidió que lo ayudes con el sótano. Dice que necesita mover unos muebles pesados.
—¿Qué? ¿Ahora? ¡Mamá, eso me va a tomar todo el día!
—Día y medio, creo —dijo Carolina con una sonrisa muy tranquila. Demasiado tranquila.
Mateo rodó los ojos, gruñó algo y se levantó.
—Bien. Vamos, Emilio.
—No, Mateo —interrumpió Carolina, mirándolo con firmeza—. Emilio no puede. Su mamá me llamó... quiere saber sobre su calificación de Historia.
Se me fue la sangre del cuerpo.
¿Cómo chingados sabía eso?
Sentí que me caía. Literal. Me senté en la silla de la cocina con la presión por los suelos. El corazón me latía en las orejas. Mateo me miró.
Mateo murmuró algo y salió por la puerta trasera. Carolina se quedó viéndolo irse, esperando a que desapareciera. Cuando lo hizo, suspiró... y se giró hacia mí.
—Quédate sentado —me dijo—. Te voy a traer algo.
Se fue caminando despacio. Escuché la puerta del refri abrirse. Luego pasos. Vidrio contra la barra. Silencio. Cuando volvió, traía un vaso con agua.
Y el escote… estaba más bajo.
Mucho más bajo.
Ahora sí, ambos pezones se asomaba sin vergüenza y una vena marcada se veía . Sus pechos se movían con cada paso como si fueran algo independiente. Y no lo digo con morbo. Lo digo con horror.
Intenté mirarla a los ojos. Fracaso total. Por alguna razón, esos dos monstruos me rebotaban directo a la vista. Y ella lo sabía. Lo notaba. Sonreía.
—Tómate esto —dijo, acercándome el vaso—. Te va a hacer sentir mejor.