martes, 2 de septiembre de 2025

El patetico pervertido

Capítulo 1: “Miren el pajarito, chicas”

Caminaba como pavo real desplumado por la calle, envuelto en mi gloriosa bata roja con gris. El calor me cocía los sobacos, pero ¿qué más daba? Aquella prenda era mi uniforme de guerra, mi capa de superhéroe de tercera categoría. Saludaba a la gente con la solemnidad de un ministro corrupto inaugurando un puente que se va a caer en tres meses.

—Buenas tardes, señora Monroy.
—Señor Manuel.

Yo asentía con la cabeza, tratando de parecer respetable, aunque por dentro el corazón me brincaba como rana en comal. Nervioso, sí, pero excitado por la brillante estupidez que estaba a punto de cometer.

Caminé casi una hora por las tripas de la ciudad —calles mugrosas, charcos que olían a sopa de perro muerto— hasta llegar a una colonia donde nadie me conocía… aunque yo conocía demasiado bien el terreno. Mi safari urbano.

Me dirigí al parque. Estaba medio vacío, apenas tres muchachitas con mantelito de picnic, felices en su mundo de sándwiches mal hechos. Yo, depredador de caricatura, me acerqué con mi mejor cara de "señor respetable".

—Jovencitas, ¿me podrían ayudar? —pregunté con un temblor tímido que parecía de monaguillo, pero en realidad era la adrenalina de mi idiotez.

Me miraron raro, como si olieran que algo hedía mal en el aire (spoiler: era yo). La del medio, más educada que sensata, sonrió:
—Sí, dígame.

Mi momento. El gran truco. Me armé de valor, abrí la bata y exclamé con el entusiasmo de un payaso arruinado:

—¿Ya vieron el pajarito, chicas?

Ellas, claro, pusieron cara de haber visto una cucaracha salir de la sopa. Una quiso vomitar en el mantelito, otra se quedó congelada y la tercera seguramente juró estudiar más duro para nunca terminar como yo.

Yo me regodeaba en mi “hazaña”, convencido de ser la estrella de un espectáculo invisible que nadie aplaudía. Y entonces, como todo cobarde con ínfulas, cerré la bata y salí corriendo, con la dignidad en los talones.

Me escondí detrás de un basurero, jadeando, sudando y riéndome como rata envenenada. Nadie me encontró ahí… al menos no ese día. Pero el destino sí, y ya me estaba preparando una despedida digna de lo que fui: un circo de una sola persona.

Esperé a que cayera la noche. El parque se vació y yo, satisfecho como puerco en lodo, me quedé tirado detrás del basurero. Entre la peste a pañales podridos y sobras de tamales rancios, caí en un trance de éxtasis barato. Me aventé una paja ahí mismo, como quien prende una veladora en una iglesia: con devoción y mugre. Terminé jadeando, feliz de ser el rey del muladar.

Cuando la oscuridad ya estaba espesa y los mosquitos me habían hecho un colador, salí tambaleando. Caminé otra hora hasta mi unidad habitacional. El lugar era un conjunto de edificios viejos y feos, con pintura descascarada y olor a drenaje. En su tiempo, dicen, fue “lo mejorcito”… ahora era una pocilga donde las cucarachas hacían fila para rentar.

Nunca me hubiera alcanzado para comprar un departamento ahí; si lo tenía, era gracias a mi madre. Bueno, a mi madre y a su amante, de quien probablemente yo era el souvenir biológico. Pero eso no importaba: la herencia era mía, aunque viniera envuelta en escándalo y olor a sudor viejo.

Subí las escaleras cansado, con el estómago rugiendo como perro sin amo. No había comido nada decente, salvo aire y orgullo barato. Fue entonces cuando escuché una voz femenina que rebotaba desde el departamento de abajo.

Era Guadalupe, la recién llegada: veinticinco años, recién casada, con su esposo José. Parejita de telenovela de barrio. O al menos eso parecía antes de que abrieran la boca.

—¿Escucharé bien? —decía ella, con voz cargada de veneno—. Odio aquí, odio este maldito lugar de pobres. Algún día podrías trabajar más, ¿no? Cuando me casé no esperaba esto, José. ¡Me prometiste todo!

Yo me detuve en seco, carcajeándome por dentro. Mierda, la morrita ya está emputada. Y con razón: los hombres, con tal de meterte un dedo en el rosario, te prometen hasta las perlas de la Virgen. y por oler ese culito gordo que se carga esa muchacha le prometía una mansión. 

Entré a mi departamento y el golpe de realidad me pegó como bofetada con trapo húmedo. El desmadre era total: botellas de PET, periódicos viejos y cartones apilados hasta parecer una escultura moderna hecha por un loco. Mi economía era un sistema tan brillante como yo: cuando había dinero, lo gastaba en tonterías; cuando no había, me dedicaba a juntar basura para venderla. Era un círculo virtuoso de la miseria.

Ese día, en teoría, tocaba vender el montón de reciclaje acumulado. Pero gracias a mi “aventura artística” en el parque, la jornada laboral se fue a la basura… literalmente. Mis tesoros seguían ahí: las montañas de PET, el cartón húmedo, el papel periódico amarillento que ya olía a sudor y a abandono. El inventario de un rey de la chatarra sin corona.

Miré mi guarida y suspiré, como si fuera un emperador contemplando las ruinas de su imperio. Era grotesco, deprimente… y mío.

Busqué en el refrigerador como quien abre un ataúd esperando encontrar un tesoro. Nada. Ni un mísero huevo chiquito, ni medio jitomate podrido. Entonces rebusqué entre mi montaña de tiliches y encontré un bolillo viejo, duro como piedra de río. Lo partí a la mitad, le eché un poco de azúcar y encendí mi parrillita con el gas que quedaba. Apenas una flama tímida, como pedo vergonzoso, salió de la estufa.

El azúcar se derritió sobre el pan y, aunque aquello no era ni por asomo un taco, mataba el hambre. Acompañado con un trago de refresco tibio, era toda una cena de gala.

Me senté en mi “mesa” —una tabla coja con complejo de mueble— y encendí mi joya tecnológica: una laptop del tianguis que me costó 350 pesos y que aún tenía más virus que el agua del canal de Xochi. Gracias al vecino de arriba, que no sabía poner contraseña, tenía internet gratis. Y con eso era feliz.

Al principio vi películas en páginas piratas con subtítulos traducidos por alguien que seguramente usó Google Translate borracho. Pero ya saben cómo es el algoritmo de la miseria: de una película pasé a otra, y terminé viendo porno de gasolinería, con una muchacha mostrando las tetas entre bidones de gasolina. Pura poesía visual.

Tenía el pan a medio comer en la mano y con la otra ya estaba buscando mi inseparable compañera: la crema. Porque así era mi ritual. Pero, en lugar de levantarme a alcanzarla, me estiré desde la silla como un flojo profesional. Estiré el brazo, ya rozaba el frasco con la punta de los dedos…

Entonces, traicionera, la silla se reclinó demasiado.

Un resbalón.
Un golpe seco en la nuca.
Un chispazo en el cerebro.

Oscuridad.

Y así terminé: muerto por pajero y por flojo. Una muerte digna de mí mismo: grotesca, barata y ridícula.

La noche fue una tortura. Entre la incomodidad y los sueños, parecía que mi cerebro estaba pasándose en maratón todas mis desgracias… pero con un giro asquerosamente raro: en cada recuerdo, yo no era yo, era una niña. Sí, así como suena. Jugaba con Barbies, me ponía vestidos, iba a la escuela con faldita. Hasta recordé un beso con un chamaco, y me dio un asco que ni la sopa de tripa recalentada me había dado jamás.

El calor era sofocante, sudaba como marrano en feria, y me revolvía de un lado a otro. Hasta que sentí algo… un beso en la frente. Suave. Casi tierno. ¿Yo? ¿El tipo que morí con el pantalón abajo frente a la laptop del tianguis? Sí, yo.

Abrí los ojos.

Lo primero que me golpeó fue el aroma: suave, como a fresa recién lavada. Mi nariz, acostumbrada a la fragancia de cartón húmedo, PET fermentado y cigarros rancios, no entendía nada. Luego miré alrededor: el mismo tono de verde en las paredes… pero no era mi pocilga. Nada de montañas de periódicos amarillentos ni botellas de plástico apiladas como torre de Babel chatarra. Todo estaba limpio, ordenado.

Y ahí me cayó la sospecha, como balde de agua fría: algo estaba muy mal… o muy bien.


Me levanté aturdido, como si hubiera dormido marinado en alcohol barato. La cabeza me dolía, la visión era borrosa, y ese cuarto no parecía mi basurero de siempre. Nada de montañas de cartón húmedo, ni cucarachas haciendo fila para el baño. Pero en mi confusión no me detuve a pensarlo mucho.

Con el piloto automático de la costumbre, fui directo al baño. Bajé el bóxer —o lo que yo juraba que era un bóxer mío— y empecé a orinar.

Esperaba escuchar el glorioso chorro golpeando el agua del excusado, como toda la vida… pero no. Sentí, en cambio, un hilo caliente bajándome por la pierna.

—¡A la mirra! —solté, furioso—. Esta madre ya se descompuso.

Ahí fue cuando escuché mi propia voz. No era mi gruñido varonil de borracho crudo. No. Era femenina. Suave, chillona, como si de pronto hubiera tragado helio con perfume barato.

Me quedé helado. Llevé las manos a mi cara… y tampoco era la mía.


Me giré hacia el espejo, con la idea de ver mi jeta de siempre: ojerosa, grasosa, medio inflamada de tanto refresco barato. Pero no.

Lo que vi fue la cara de Guadalupe.

—¿¡Qué mierda!? —grité, y casi me caigo de espaldas. Por un segundo, juro que pensé que la chamaca estaba metida conmigo en el baño, como si se hubiera materializado ahí para reclamarme la renta atrasada.

—Niña, ¿qué haces…? —balbuceé, pero entonces me congelé.

La voz que salía de mi boca era la suya. Suave, joven, femenina… ¡y salía de mí!

Miré el reflejo con el corazón rebotándome en el pecho. Moví una mano, lento, como probando la realidad… y en el espejo ella hacía lo mismo.

Yo estaba inmóvil, ella estaba inmóvil. Yo respiraba, ella respiraba. Y cuando me atreví a soltar un “ay cabrón”, lo que escuché fue la vocecita de Guadalupe, saliendo de mi propia garganta.

Me quedé tieso. El espejo no mentía: era su cuerpo, era su cara… y era yo adentro.

No sabía qué carajos estaba pasando. ¿Me había convertido en una copia de Guadalupe? ¿Un clon con tetas de saldo y shampoo caro? Miraba el baño: todo limpio, ordenado, con aroma a suavizante. Como si la mugre jamás hubiera existido. Definitivamente, este no era mi chiquero.

Mi cuerpo, rígido como palo de escoba, empezó a soltarse poco a poco. La realidad me entraba como agua sucia por la coladera: estaba en el cuerpo de Guadalupe.

—¿Esto qué es? —susurré, viendo en el espejo el rostro ajeno que ahora me obedecía.

Moví la boca. Una mueca rara. Una sonrisa torcida. Y ahí estaba: la cara de Guadalupe deformándose en una mueca depravada que ella jamás pondría. Viéndola así, parecía poseída por un demonio… y claro, el demonio era yo.

Me acerqué al espejo, abrí grande los ojos, enseñé los dientes como animal y me carcajeé.

—Ay, virgencita, ¿qué hice pa’ merecer este regalito? —me dije, mientras pasaba la lengua por los labios de ella con descaro.

Me miré con detenimiento, y solté, con esa vocecita dulce que ahora podía ensuciar como quisiera:

—Guadalupe no está, papi…

El eco fue peor que cualquier insulto: escuchar la voz de esa muchacha diciendo mis porquerías.

Comencé a saltar, como niño con juguete nuevo, y sentí las tetas de esta mujer rebotar bajo la blusa. Un carnaval extraño de carne prestada que ahora me pertenecía.

—¡Ay José! —dije con tono meloso, doblando la voz como actriz barata—, tráeme flores, pero que sean del panteón, que ya estoy muerta de ganas…

Me revolcaba de risa.

—Guadalupe es una niña mala… —continué, riéndome como cerdo en lodo, dejando que las obscenidades salieran con esa vocecita angelical.

La electricidad me recorría el cuerpo nuevo. Era grotesco, absurdo, y un festín de vulgaridad. Ver esa carita inocente en el espejo escupiendo barbaridades que ni en la cárcel se atreven a gritar… era como haber ganado la lotería del mal gusto.

—Jesús, María y José… —dije con voz santurrona, juntando las manos—, ya no soy yo, ahora soy su puta devota… ¡amén!

Y me tiré una carcajada que rebotó contra los azulejos limpios, como si el baño entero estuviera confirmando que, en efecto, Guadalupe tenía un nuevo dueño adentro: yo, el imbécil inmortal.

Me miré otra vez en el espejo, todavía con la cara de Guadalupe dibujando sonrisas cochinas que no le pertenecían. Y de pronto sentí los pies húmedos. Bajé la vista y ahí estaban: mis nuevos piececitos empapados en orina.

—¡No mames… me mie! —grité, pero salió con la vocecita aguda de ella, como si lo hubiera dicho una niña de kínder después de un accidente.

Miré el charco y me reí solo:
—Pues sí que meas mucho, canija… aquí ya parece alberca olímpica.

El reflejo me devolvía esa carita tierna de Guadalupe, con los ojitos brillando de locura. Moví las manos, tembloroso, y solté entre carcajadas:

—¿Soy mala, eh? ¿Soy mala, papi?

Cada palabra era un látigo obsceno contra esa imagen angelical. Ver a Guadalupe transformada en un muñeco de feria que decía mis marranadas… era demasiado. Yo me regodeaba como puerco en un charco.

Y pensé, saboreando el absurdo: si ser malo sabe así, que me condenen pa’ siempre.

Pero de pronto, mi cabeza tuvo un destello de lucidez, una chispa que interrumpió el éxtasis.

—Un momento… —susurré—. ¿Y mi cuerpo? ¿Y mi mente? ¿Guadalupe está en mi cuerpo mugroso?

El pensamiento me sacudió, pero no por preocupación… sino por conveniencia. Porque si ella estaba allá, en mi desastre de chatarra y pornografía, lo lógico era que intentara volver. Y eso significaba que el jueguito podía acabarse en cualquier momento.

Salí del baño arrastrando las huellas húmedas de orina, como Hansel dejando migajas en el bosque. Sonreí, malicioso:

—Pues antes de que venga la aguafiestas a reclamar lo suyo… mejor me divierto un poquito.

Y la sonrisa de Guadalupe, reflejada en el espejo, se deformó en una mueca diabólica que ningún cura podría purificar ni con veinte litros de agua bendita.

Me quité los calcetines empapados, esos que ahora parecían trapeador de baño, y miré mis nuevos pies. Pequeños, delicados, con dedos tan bien formados que parecían de catálogo. Los moví lentamente, como si fueran juguetes recién sacados de la caja.

Luego subí la mirada. Mis piernas. Tersas, suaves, brillaban bajo la luz como si fueran de otro planeta. Nada de los chamorros peludos y resecos a los que estaba acostumbrado. No: esto era seda, esto era carne de anuncio de crema humectante.

Y pensé: si Guadalupe me viera mirando sus piernas así, fijo vomitaba el desayuno.

Me incliné un poco, recorriendo con la vista esos muslos cubiertos apenas por un short pegadito que se aferraba a cada curva. Una prenda inocente, pero que ahora, bajo mi control, parecía pura provocación.

Sonreí, acariciando la tela con la palma como quien paladea un manjar robado:

—Pura cosa buena…

El eco de esa frase, dicho con la vocecita dulce de Guadalupe, rebotó por todo el cuarto como una blasfemia disfrazada de canción de cuna.

Escuché un celular vibrar y seguí el sonido hasta la habitación. Todo muy arreglado, pero humilde: cama tendida, un par de fotos baratas, nada de lujos. Sobre la mesa estaba el aparato: pantalla rota, esquinas despintadas, y en la pantalla un nombre que decía “Amor”.

Amor.

Lo obvio era que era José. A menos que la muchachita fuera tremenda infiel y se diera el lujo de guardar al amante con ese mismo apodo barato. La idea me hizo sonreír: imaginé a Guadalupe como una perversa que le encanta engañar a su marido, y a él, el pobretón, disfrutándole el cuerno como si fuera premio. Solo de pensarlo sentí el cuerpo humedecerse en lugares que todavía me sorprendían.

Aunque siendo sinceros, si de verdad fuera infiel, se iría con alguien mejor, no con este muertito de hambre.

El celular seguía sonando. Dudé. Si no contestaba, podía parecer raro; si contestaba, podía cagarla. Al final me armé de valor y contesté… pero no hablé.

Silencio. Como si el tipo esperara que yo dijera algo.

Entonces escuché su voz, temblorosa, llena de disculpas:
—Sé que no quieres decir nada, no importa… discúlpame si no he logrado lo que pides, solo te pido más tiempo.

Yo, callado.

—Discúlpame, amor… voy a trabajar más.

Lo escuché y no sabía si reírme o bostezar. El pobre parecía bueno, pero a mí me importaba un carajo. Yo solo quería que me dejara divertirme con el cuero de su esposa.

—Está bien —dije al fin, con voz melosa que ni yo me creía—. Te esperaré… te lo prometo.

El idiota casi lloró de emoción.
—¿En serio, amor? Gracias, gracias.

Y para rematar:
—Ahorré un poco… puedo llevarte algo de comer si gustas.

Me llevé la mano a la frente, mordiéndome la risa. Este maldito era un pendejo de primera. Sonreí con la boca de Guadalupe y pensé: me puedo aprovechar de este bastardo hasta cansarme.

—Unos tacos, amor —le solté, como si nada. Sí, le dije “amor”, y me dio igual. Total, hacía mucho que no comía tacos.

Colgué la llamada con una sonrisa torcida. Era oficial: José sería mi mesero personal, y yo, el demonio metido en la piel de su mujercita.

—¡Mierda! Esto está cachondo… —me reí solo, carcajeándome como loco—. El pendejete se cree que soy su vieja, jajajajajaja. Si supiera que en realidad soy el vecino cochinote de arriba…

Me doblaba de risa. Qué ironía: José, el santo varoncito, derramando miel por el teléfono, mientras yo, el demonio con patas, jugaba con el disfraz de Guadalupe.

Miré alrededor y vi la canasta de ropa sucia. Jackpot.

Me agaché y la abrí como quien descubre un tesoro. Ahí estaba: la ropa sudada de Guadalupe, los restos de sus corridas matutinas, pegados todavía con el olor ácido del esfuerzo.

—Sabía que esta vieja no podría hacer nada para detenerme… —susurré con voz nasal, disfrutando el momento.

Hundí la cara en las prendas, me las pegué a la nariz y respiré hondo, como si fuera incienso en iglesia: calcetas húmedas, camisetas pegadas de sudor, licras empapadas de su esfuerzo diario. Un perfume humano, grotesco, que a mí me sabía a gloria.

—Ufff… pura agua bendita… —dije entre risas—. Y ahora, ¿quién necesita misa cuando tienes la ropa sucia de la vecina?

Me dejé caer de rodillas frente a la canasta, como si estuviera en un altar. El altar de Guadalupe, versión cochina.

Saqué una camiseta sudada, pegajosa de tanto correr bajo el sol, y me la llevé a la cara. El olor era agrio, humano, intenso… puro sudor de vecina aplicado directo a mis narices. Aspiré fuerte, como quien le da un golpe a un cigarro de mota.

—Ahhh, bendito sea el Señor… —murmuré, con la vocecita angelical de Guadalupe, lo que lo hacía aún más retorcido.

Después agarré las calcetas, tiesas de tanto uso. Me las froté por la cara, hundiéndome en la tela áspera.
—¡Ay José, mírame! —dije con un tono meloso, imitándola—. Me tienes aquí, en comunión con mi propio sudor…

Me reí como puerco. La ropa deportiva era un festín de olores: la licra ajustada, la blusa empapada, hasta el maldito top todavía húmedo. Lo apreté contra mi boca, sintiendo el sudor seco pegarse en mis labios.

—Esto sí que es doping olímpico —resoplé—. Que chinguen a su madre las vitaminas, yo me alimento de Guadalupe premium.

Me miré en el espejo, con toda esa ropa pegada a la cara, y la sonrisa torcida de ella deformándose en mi reflejo. Y pensé: si esto es pecado, ya no quiero la absolución.

Me dejé caer en la cama, rodeado de las prendas sudadas como si fueran trofeos. Pero entonces me miré las manos… las manos de ella. Dedos finos, uñas cuidaditas, piel suave. No eran las garras mugrosas de siempre.

—Mira nada más… —me reí, moviendo los dedos frente al espejo—. Guadalupe, la fina, la delicada… ahora es mi guante, mi costal de piel.

Me levanté la blusa y vi ese vientre plano, terso, que se estiraba al respirar. Pasé la palma por la piel y sentí un escalofrío recorrerme entero.
—Ufff… puro corte premium. Y yo aquí, metido como inquilino ilegal…

Me acerqué otra vez al espejo y me toqué las mejillas, la boca, el cuello. Todo ese disfraz humano me obedecía, como un maniquí poseído.

—¿Te ves, Guadalupe? —dije en voz alta, con la sonrisa torcida—. Todo tu cuerpecito, toda tu juventud, toda tu pureza… reducida a un maldito costal de piel que ahora visto yo.

Comencé a mover las caderas de forma ridícula, burlándome, viendo cómo su reflejo obedecía cada gesto vulgar que yo inventaba.
—¡Mírame! Guadalupe, la niña decente del barrio… y ahora bailando como zorra barata en un costal que ya no es suyo.

Solté una carcajada que rebotó en las paredes limpias de su cuarto.
—Me lo quedo, ¿eh? Este cuerpecito es mío ahora. Tú… tú te jodiste.

Y ahí estaba yo: burlándome de su reflejo, acariciando cada curva con descaro, como si su piel no fuera más que un traje que me habían prestado para hacer la peor de las parodias.

Me paré frente al espejo y me observé con calma. Todo ese cuerpecito bien cuidado, trabajado a base de rutinas y carreras matutinas, ahora era mío. Yo lo movía como si fuera un títere.

—Mírate, Guadalupe… —dije con sorna, jalándome la blusa hacia arriba—. Toda tu disciplina, tus ensaladas, tus caminatas al sol… ¿para qué? Para que terminara siendo mi puto disfraz. Tu esfuerzo reducido a un costal de piel con cremita incluida.

Me reí, mostrando los dientes de ella en una mueca que le hubiera dado pesadillas a cualquiera.

Apreté un muslo con la mano, lo hundí, lo pellizqué.
—Tersito, eh… pura suavidad. No como mis patas de gallina viejas. Y ahora mírame, dándole uso como si fueran dos bisteces recién salidos de la carnicería.

Levanté una pierna, la flexioné frente al espejo, me puse en pose de revista barata, sacando la cadera exageradamente.
—¡Guadalupe modelo fitness! —anuncié como si narrara un comercial—. Disponible ahora en versión vecino cochinote metido dentro.

Me incliné hacia adelante, la blusa cayendo, y vi cómo los pechos de Guadalupe se acomodaban obedientes a mis movimientos.
—Ah, tus famosas tetitas… tanto cuidarlas, tanto presumirlas con tu top para correr, y ahora no son más que dos juguetes que se sacuden cuando yo salto.

Me puse a brincar frente al espejo, carcajeándome mientras rebotaban.
—¡Bravo, Guadalupe! ¡Qué circo me armaste! Puras pompis, pura pechuga, puro lujo de carne envuelto en un costal de piel que ya no es tuyo.

Me acerqué, pegué la nariz al espejo, mirando de cerca los labios de ella moviéndose bajo mi control.
—Y lo mejor, Guadalupe… —susurré con una sonrisa torcida— es que ni siquiera puedes gritar. Tu cara dice lo que yo quiero, tu voz repite mis cochinadas, y tu cuerpo… tu cuerpo es solo mi marioneta.

Me reí con fuerza, viendo el reflejo de esa muchacha tierna deformarse en una caricatura vulgar. Y pensé: no hay nada más delicioso que arruinar la inocencia desde adentro.

Me quedé mirando la taza del baño. Blanca, brillante, limpia. No era como la mía, que parecía reliquia arqueológica con manchas imposibles de clasificar. Esta relucía, casi como si Guadalupe la hubiera pulido con devoción, sabiendo que ahí descansaba su realeza tras cada carrerita matutina.

Me acerqué, despacio, como quien se prepara a besar un altar.
—Aquí se posa Guadalupe… —susurré, con una risa ronca.

Y sin pensarlo más, me incliné y pasé la lengua por el borde frío de la porcelana. Lento, exagerado, como si catara vino caro.

—Mmmm… puro sabor a princesa del barrio —dije, relamiéndome—. Aquí, donde esta mujercita se sienta, vengo yo, el vecino cochinote, a tomar misa.

Me reí, carcajeándome hasta que el eco rebotó en los azulejos.

—¡Guadalupe! —le hablé a mi reflejo en el espejo—. Si supieras que tu trono sagrado ahora es mi chupón personal… te mueres otra vez, pero de asco.

Y volví a pasar la lengua, riéndome como puerco, disfrutando la repugnancia del acto solo porque podía, solo porque era yo quien movía este costal de piel.

Me aparté del espejo con la boca todavía húmeda de la taza y me carcajeé como loco.
—¡Ay, Guadalupe! —dije con tu propia vocecita dulce, fingiendo un tono de inocencia—, ¿te imaginabas que tus labios iban a besar tu propio trono? Jajajajaja.

Caminé tambaleándome por el baño, dejando huellas de saliva en la piel limpia de sus muslos. Me miré otra vez y levanté la blusa para contemplar el vientre plano.

—Mírate, muñequita… tanto sudar en el gimnasio, tanto correr bajo el sol, tanto “cuidar la figura”… ¿y para qué? Para ser mi disfraz, mi costal de piel con cremita.

Me di un par de palmadas en las nalgas, sonoras, riendo como cerdo.
—¡Pura pechuga de primera, papito! ¿Sabes qué eres, Guadalupe? Un traje de carne, ¡y encima a la medida!

Me puse a hacer muecas frente al espejo, sacando la lengua, bizqueando, gesticulando obscenidades con esa carita inocente.
—¡Mírame! Guadalupe, la recatada, la decente, ahora sacando la lengua como una zorra de cantina… jajajajajaja.

Me acerqué tanto al espejo que choqué la frente contra el vidrio. Respiraba agitado, la boca abierta, y vi el vaho empañar la cara de ella.
—¿Qué se siente, Guadalupe? ¿Qué se siente saber que tu pureza ahora no vale ni un peso, porque todo tu cuerpecito se convirtió en un maldito circo para que yo me divierta?

Y mientras decía esto, me pasé las manos por el cuerpo, apretando, pellizcando, explorando cada rincón como quien revisa un maniquí en liquidación.

—Te lo digo yo: ya no eres más que un costal de piel con el que juego cuando me da la gana.

Me dejé caer de golpe sobre la cama, abriendo los brazos y riéndome con la cara de Guadalupe deformada en una mueca diabólica.

—¡Y pensar que todos creen que eres un angelito! Jajajajaja.

Me dejé caer sobre la cama, extasiado, sintiendo cómo este costal de piel se sacudía bajo mi control. Las tetas de Guadalupe rebotaban frente a mí, redondas, obedientes, hermosas. Siempre había mirado a las mujeres caminar y pensaba que aquello era el mejor espectáculo gratis de la vida… pero ahora tenía el show privado, con las mías, para mi exclusiva diversión.

Salté un poco sobre el colchón y vi cómo se movían, arriba y abajo, como un par de globos rebeldes. Me carcajeé.
—¡Guadalupe, qué circo traes! ¡Ni en el carnaval de Veracruz hay tanto brinco!

Me llevé la mano a la entrepierna y sentí la humedad, casi escurriendo. El calor me subía por las piernas, mezclado con el olor dulce a fresas que impregnaba la habitación. Un perfume delicado, de mujer decente… arruinado por mi risa vulgar.

Me estiré, jadeando, y le hablé al reflejo invisible de Guadalupe como si pudiera escucharme desde algún rincón del limbo:
—¿Sabes qué, mi amor? Mi mente está por volar… voy a olerte partes que a ti misma te darían asco. Jajajajaja.

La carcajada llenó la habitación ordenada, limpia, perfumada… y yo, convertido en el demonio adentro, dispuesto a profanar cada rincón de ese cuerpo prestado.

viernes, 25 de julio de 2025

Preguntas

 Quiero hacer mis historias más interesantes y reales.

Digan su nombre edad que edad les gustaría tener, cuál es su método favorito de cambio y cuál sería su cambio preferido y si aceptarían su nube a vida, que es lo primero que harían en su cuerpo.


Mi caso Ivan22 mujer32, Gran cambio, tal vez me gustaría cambiar con una mujer embarazada, si aceptaría mi cambio desde el día uno, lo primero que haría sería masturbarme me metería un pepino por el culo para no jugar con mi coño, tal vez me portaría algo sucia con mi nuevo marido, me mamaria el culo sin dudarlo y los escotes serían mis favoritos quiero que todos lo hombres vean mis tetas llenas de leche.


Van ustedes, es para darme ideas. 

martes, 1 de julio de 2025

Confesiones cochinas 2

 La verdad es más sencillo de lo que parece, me gustaría intercambiar cuerpos con una señora, un ama de casa no muy grande, cuidar a mi hijos y a mi esposo, eso si me volvería bien putota, diario mi marido se va deslechado, sexo por el culo ? Claro mi amor, quieres un trío con mi amiga ? Yo la convenzo mi amor, pero por lechita en la cara. 

Yo después de dejar a los niños en la escuela, eso sí si tuviera hijas olería sus calzones sucios antes de lavarlos, alguna ventaja debo de tener no ? 

Dejen sus confecciones por favor, hay muchos pervertidos queriendo pajearse, tal vez me animo ha hacer una historia si su confesión en buena. 

sábado, 28 de junio de 2025

Reprobe Historia

 Estábamos en clase de Historia, pero nadie estaba pensando en historia. Menos Bruno.

Digo “Bruno”, aunque la palabra amigo me queda grande si hablamos de él. Su cuerpo estaba ahí, sí: gordo, apretado contra la silla de madera que chillaba con cada movimiento. Sudaba siempre, aunque hiciera frío. Su sudadera gris tenía una mancha vieja de grasa y algo que parecía salsa Valentina. Era un milagro que la profesora no lo mandara al baño con una manguera.

Y sin embargo, ese... bulto andante tenía novia.

No una morra inventada de Instagram. No una bot rusa. No. Según él, una señora real. Casada. Con hijos.

Cuando nos lo dijo, pensamos que era una broma. Nadie le creyó. O sea, Bruno es... Bruno. Pervertido. Grosero. Asqueroso. Hay días en que huele a pipí de gato y ni se inmuta. Y ahora resulta que se andaba comiendo a una doña casada. Como si fuera un personaje de película porno, pero mal hecho.

—Wey, ¿cómo va tu tóxica? —le pregunté ese día, sin pensar.

Bruno no respondió. Estaba embobado viendo su celular con la cara iluminada por la pantalla, como si estuviera viendo porno.

—Bruno. ¡Bruno, pendejo!

—¿Qué? —parpadeó como salido de un trance.

—Ya entró la profe, güey. Guarda el cel, no te lo vaya a quitar otra vez.

—Es que mi zorrita me mandó algo...

-Ella sabe que le dices “Zorrita”.

-Jajaja ella me pidió que le dijera así.

Y lo mostró sin pudor.





La pantalla mostraba una foto. Una señora sentada en un coche, con el cinturón puesto. Sonreía. Camisa azul abierta, y abajo una cámbiate blanca que se bajó era outfit de madre de familia saliendo de misa. Pero tenía los dos pechos al aire, redondos y operadas, como si estuviera presumiendo fruta fresca en el tianguis.


Mi estómago se revolvió.

—Dice que fue después de dejar a su hijo pequeño en la escuela —dijo Bruno, como si contara algo tierno.

No sabía qué me perturbaba más: que la señora fuera real… o que Bruno hablara de ella como si la poseyera. Literal.

—¿Y su marido? ¿No tienes miedo de que te parta la madre?

Bruno soltó una risita nasal.

—Ella es mía, totalmente. Me lo ha dicho. Dejaría todo por mí. Dice que con su esposo es como estar muerta por dentro, pero conmigo... vive.

—Sí, ajá. Vive. En su coche. Sacándose las tetas.

-Bruno se que eres asqueroso que es lo mas extremo que le has pedido?

—Wey, me mandó otra cosa más perra ayer, primero me mando una metiendo los dedos en el coño y depuesto una foro de un vagabundo chupandole los dedos. Pero no puedo enseñártela aquí. Es... muy cabrona.


Quise preguntarle qué tan cabrona, pero la idea me dio náuseas. Bruno se rascaba la panza con una mano mientras con la otra acariciaba el marco del celular como si fuera un altar. Había devoción en su cara. O adicción. O las dos cosas.

—¿Nunca te manda una foto con la cara? —le pregunté.

—No. Dice que quiere proteger su matrimonio. Pero si le pido algo específico, me lo manda. Lo que sea. Sin miedo. Ayer le dije: “Quiero una foto tuya con un pepino en el culo. Y me la mandó. Exacta.



Me la mostró. Era borrosa, mal encuadrada. Pero era la misma señora. Y la tenía.

No sé por qué me dio miedo.

—Wey… ¿cómo la conociste?

Bruno se quedó en silencio un momento. Raro en él.

—Es una historia larga.

—¿Tinder?

—No. Fue... como un accidente. Algo pasó. La vi. La sentí. Entré.

—¿Entraste?

Me miró. Sonrió.

—No lo entenderías.

En ese momento la profesora entró al salón gritando “¡Silencio, clase!”, y todos se acomodaron en sus sillas incluso yo como si no estuviera escuchando una historia de posesión demoníaca disfrazada de sexting.

Yo no dejé de mirar a Bruno. Él bajó la cabeza, pero seguía sonriendo.
Y juro que, por un segundo, esa sonrisa no parecía humana.

—Bien, clase... aquí tengo los exámenes —dijo la profesora, con voz seca pero indulgente—. Me duele mucho decirlo, pero la mayoría reprobó. Y la historia solo se pondrá más difícil.

Sentí cómo se me hacía un nudo en la panza.

Ese era mi examen. El examen. El que definía si pasaba de año o me quedaba repitiendo junto a los güeyes que mastican hojas. Me había desvelado, estudiado sin comer, sin desayunar, sin pensar en otra cosa que fechas, batallas, causas y consecuencias. Esta vez  me esforcé. Esta vez di todo de mí.

Pero la presión aumentaba mientras la profe se acercaba repartiendo hojas, con esa expresión entre decepción y lástima que da más miedo que una amenaza. Iba nombre por nombre, golpeando a cada uno con la realidad de un número rojo.

Hasta que llegó a mí.


—Emilio... —me dijo, con una media sonrisa.

Volteé la hoja.

3.67

Sentí que me caía por dentro. Como si me hubieran vaciado con una cubeta desde el pecho. Todo lo que pensé, todo lo que planeé… se fue a la mierda con ese número.

—Mejoraste, Emilio. Pero no fue suficiente —dijo la profe, intentando ser amable—. Espero ver a tu mamá mañana. Tal vez podamos hablar sobre cómo arreglarlo. No estés triste. Aún hay solución.

“Aún hay solución.”

Ja. No si tu mamá es como la mía. Que no cree en tareas extra, ni en segundas oportunidades. Solo diría:

"¿Esa es tu calificación? Sácate. Eso es lo que te mereces. No estamos jugando a pasar.”

Mi vida se había ido al carajo.

No supe cómo llegué al baño. Solo sé que me levanté, con la cabeza flotando y los ojos llenos. Entré, cerré la puerta de un cubículo, y ahí me dejé caer.

Llorar no es algo que digo con orgullo. Pero tampoco me importa.

Lloré como si con eso pudiera sacar el 3.67 de mis venas.

—¿Wey? —dijo una voz gruesa, medio jadeando por la corrida—. ¿Estás bien?

Era Bruno. Ese maldito gordo pervertido que, a pesar de todo, tiene corazón.

Entró al baño sin pena y se sentó en el suelo afuera del cubículo, como si estuviéramos en una película triste.

—Wey, no te pongas así. Capaz que tu mamá sí acepta. Que te den más tarea o algo. Igual no todo está perdido.

Guardé silencio.

—Podemos hablarle a Mateo... —siguió él—. Vamos a su casa, jugamos un rato play. ¿Sí? Yo invito las papitas. Pero no de las baratas. De las chidas. Las que huelen picosito.

La neta, Bruno era un cerdo, pero uno que quería a sus amigos.


Las horas pasaron, la escuela terminó… y con ella, también mi vida.

Salimos por la puerta grande y ahí estaba Mateo, siendo Mateo.

—Vamos, wey —me dijo, chocándome el hombro con su mochila—, la vida a veces te da la espalda… tú agárrale las nalgas. ¡Jajajaja!

Bruno se rió con él. Intentaban animarme, pero yo no tenía cabeza para pensar en otra cosa que no fuera mi pinche 3.67 en Historia. Era como si la calificación estuviera grabada en mi frente.

Ellos iban hablando de puras tonterías. Riendo, empujándose, diciendo mamadas.

—Entonces, Bruno, pinche gordo —dijo Mateo—, ¿te vas de vacaciones este fin o hasta el otro?

—Este, wey. Pero la neta no quiero ir.

—¿Y esa mamada por qué?

—Pues porque dejaría sola a mi nalguita.

—Uff… ¿La señora de las fotos?

Mateo soltó un silbido.

—Amigo, qué suerte la tuya. ¿Cuándo fue la última vez que lo hicieron? —preguntó sin vergüenza.

—Hace como cuatro días —dijo Bruno, con orgullo—. Su esposo ha estado llegando tarde toda la semana, así que me llamó pa' darle lo suyo. Mira… me dejó tomarle esta foto.

Le mostró el celular.



Incluso yo, con la cabeza hecha mierda, me detuve a mirar.

Era una foto... lasciva. Muy lasciva. La señora de perrito, con el culo al aire, con un mano abriéndose el coño y culo para que Bruno se deleite. El ángulo, la iluminación, todo sugería que Bruno había estado ahí, en persona.

Mateo soltó un “no mames” entre risa y asombro. Yo solo dije:

—Wow.

-¡No mames! Qué coño tan más jugoso, me gustaría darle uno que otro lengüetazo. Decía mateo.


Bruno sonrió y asentí con la cabeza.

Pero algo en mi estómago no se sentía bien. Tal vez era hambre. Tal vez era sospecha. Tal vez solo asco.

Siguieron en su rollo, hablando de cosas que ya no escuché. Bruno me miró un segundo, luego volvió a ver su celular. Frunció los labios.

—Chicos, me voy —dijo de repente—. Tengo que ver a mi novia.

—¡Pinche suertudo! —gritó Mateo.

Bruno se fue casi corriendo, mochila rebotando en su espalda, sudando desde antes de llegar a la esquina.

Dos minutos después…
Me llegó un mensaje.

“Sé cómo ayudarte con lo de Historia. No le digas nada a Mateo. Ve a su casa. Yo ya estaré ahí. Solo ve. Confía en mí. Pero por favor no una palabra a mateo”

Leí el mensaje tres veces.


Llegamos a casa de Mateo como si nada, aunque desde la entrada sentí algo raro.

Ahí estaba su mamá, Carolina, esperándonos en la cocina.
Vestía un pantalón ajustado y una blusa con un escote que… bueno, no era normal en ella. No era vulgar, pero definitivamente más bajo de lo que cualquier mamá debería usar para recibir a dos adolescentes después de clases.

—Hola, chicos —dijo con una sonrisa—. La comida estará lista en veinte minutos.

La forma en que me miró me dejó helado. De reojo. Directo. Y luego de nuevo. Como si estuviera analizando algo en mí, o como si supiera algo que yo no.

Nos sentamos a comer. Estofado con arroz. Mateo hablaba de videojuegos, Bruno no estaba, y Carolina... no paraba de echarme miradas. Miradas largas. Demasiado largas.

Cuando terminamos, ella dejó los platos y se limpió las manos con calma.


—Mateo, el señor Pastrana —el vecino de al lado— me pidió que lo ayudes con el sótano. Dice que necesita mover unos muebles pesados.

—¿Qué? ¿Ahora? ¡Mamá, eso me va a tomar todo el día!

—Día y medio, creo —dijo Carolina con una sonrisa muy tranquila. Demasiado tranquila.

Mateo rodó los ojos, gruñó algo y se levantó.

—Bien. Vamos, Emilio.

—No, Mateo —interrumpió Carolina, mirándolo con firmeza—. Emilio no puede. Su mamá me llamó... quiere saber sobre su calificación de Historia.

Se me fue la sangre del cuerpo.


¿Cómo chingados sabía eso?

Sentí que me caía. Literal. Me senté en la silla de la cocina con la presión por los suelos. El corazón me latía en las orejas. Mateo me miró.

—Yo me encargo, hijo —dijo Carolina. Su tono era suave, como el de una enfermera antes de ponerte la inyección.
—Ve con el vecino. Yo le doy algo a Emilio para que se aliviane. Anda, ya vete.

Mateo murmuró algo y salió por la puerta trasera. Carolina se quedó viéndolo irse, esperando a que desapareciera. Cuando lo hizo, suspiró... y se giró hacia mí.

—Quédate sentado —me dijo—. Te voy a traer algo.

Se fue caminando despacio. Escuché la puerta del refri abrirse. Luego pasos. Vidrio contra la barra. Silencio. Cuando volvió, traía un vaso con agua.

el escote… estaba más bajo.

Mucho más bajo.




Ahora sí, ambos pezones se  asomaba sin vergüenza y una vena marcada se veía . Sus pechos se movían con cada paso como si fueran algo independiente. Y no lo digo con morbo. Lo digo con horror.

Intenté mirarla a los ojos. Fracaso total. Por alguna razón, esos dos monstruos me rebotaban directo a la vista. Y ella lo sabía. Lo notaba. Sonreía.

—Tómate esto —dijo, acercándome el vaso—. Te va a hacer sentir mejor.

Se sentó frente a mí, apoyando los codos en la mesa. Eso hizo que todo bajara un poco más.
Y entonces me sonrió... como si no fuera una señora.



¿Les esta gustando? ¡Les gustara ser la mamá de su mejor amigo?