martes, 1 de julio de 2025

Confesiones cochinas 2

 La verdad es más sencillo de lo que parece, me gustaría intercambiar cuerpos con una señora, un ama de casa no muy grande, cuidar a mi hijos y a mi esposo, eso si me volvería bien putota, diario mi marido se va deslechado, sexo por el culo ? Claro mi amor, quieres un trío con mi amiga ? Yo la convenzo mi amor, pero por lechita en la cara. 

Yo después de dejar a los niños en la escuela, eso sí si tuviera hijas olería sus calzones sucios antes de lavarlos, alguna ventaja debo de tener no ? 

Dejen sus confecciones por favor, hay muchos pervertidos queriendo pajearse, tal vez me animo ha hacer una historia si su confesión en buena. 

sábado, 28 de junio de 2025

Reprobe Historia

 Estábamos en clase de Historia, pero nadie estaba pensando en historia. Menos Bruno.

Digo “Bruno”, aunque la palabra amigo me queda grande si hablamos de él. Su cuerpo estaba ahí, sí: gordo, apretado contra la silla de madera que chillaba con cada movimiento. Sudaba siempre, aunque hiciera frío. Su sudadera gris tenía una mancha vieja de grasa y algo que parecía salsa Valentina. Era un milagro que la profesora no lo mandara al baño con una manguera.

Y sin embargo, ese... bulto andante tenía novia.

No una morra inventada de Instagram. No una bot rusa. No. Según él, una señora real. Casada. Con hijos.

Cuando nos lo dijo, pensamos que era una broma. Nadie le creyó. O sea, Bruno es... Bruno. Pervertido. Grosero. Asqueroso. Hay días en que huele a pipí de gato y ni se inmuta. Y ahora resulta que se andaba comiendo a una doña casada. Como si fuera un personaje de película porno, pero mal hecho.

—Wey, ¿cómo va tu tóxica? —le pregunté ese día, sin pensar.

Bruno no respondió. Estaba embobado viendo su celular con la cara iluminada por la pantalla, como si estuviera viendo porno.

—Bruno. ¡Bruno, pendejo!

—¿Qué? —parpadeó como salido de un trance.

—Ya entró la profe, güey. Guarda el cel, no te lo vaya a quitar otra vez.

—Es que mi zorrita me mandó algo...

-Ella sabe que le dices “Zorrita”.

-Jajaja ella me pidió que le dijera así.

Y lo mostró sin pudor.





La pantalla mostraba una foto. Una señora sentada en un coche, con el cinturón puesto. Sonreía. Camisa azul abierta, y abajo una cámbiate blanca que se bajó era outfit de madre de familia saliendo de misa. Pero tenía los dos pechos al aire, redondos y operadas, como si estuviera presumiendo fruta fresca en el tianguis.


Mi estómago se revolvió.

—Dice que fue después de dejar a su hijo pequeño en la escuela —dijo Bruno, como si contara algo tierno.

No sabía qué me perturbaba más: que la señora fuera real… o que Bruno hablara de ella como si la poseyera. Literal.

—¿Y su marido? ¿No tienes miedo de que te parta la madre?

Bruno soltó una risita nasal.

—Ella es mía, totalmente. Me lo ha dicho. Dejaría todo por mí. Dice que con su esposo es como estar muerta por dentro, pero conmigo... vive.

—Sí, ajá. Vive. En su coche. Sacándose las tetas.

-Bruno se que eres asqueroso que es lo mas extremo que le has pedido?

—Wey, me mandó otra cosa más perra ayer, primero me mando una metiendo los dedos en el coño y depuesto una foro de un vagabundo chupandole los dedos. Pero no puedo enseñártela aquí. Es... muy cabrona.


Quise preguntarle qué tan cabrona, pero la idea me dio náuseas. Bruno se rascaba la panza con una mano mientras con la otra acariciaba el marco del celular como si fuera un altar. Había devoción en su cara. O adicción. O las dos cosas.

—¿Nunca te manda una foto con la cara? —le pregunté.

—No. Dice que quiere proteger su matrimonio. Pero si le pido algo específico, me lo manda. Lo que sea. Sin miedo. Ayer le dije: “Quiero una foto tuya con un pepino en el culo. Y me la mandó. Exacta.



Me la mostró. Era borrosa, mal encuadrada. Pero era la misma señora. Y la tenía.

No sé por qué me dio miedo.

—Wey… ¿cómo la conociste?

Bruno se quedó en silencio un momento. Raro en él.

—Es una historia larga.

—¿Tinder?

—No. Fue... como un accidente. Algo pasó. La vi. La sentí. Entré.

—¿Entraste?

Me miró. Sonrió.

—No lo entenderías.

En ese momento la profesora entró al salón gritando “¡Silencio, clase!”, y todos se acomodaron en sus sillas incluso yo como si no estuviera escuchando una historia de posesión demoníaca disfrazada de sexting.

Yo no dejé de mirar a Bruno. Él bajó la cabeza, pero seguía sonriendo.
Y juro que, por un segundo, esa sonrisa no parecía humana.

—Bien, clase... aquí tengo los exámenes —dijo la profesora, con voz seca pero indulgente—. Me duele mucho decirlo, pero la mayoría reprobó. Y la historia solo se pondrá más difícil.

Sentí cómo se me hacía un nudo en la panza.

Ese era mi examen. El examen. El que definía si pasaba de año o me quedaba repitiendo junto a los güeyes que mastican hojas. Me había desvelado, estudiado sin comer, sin desayunar, sin pensar en otra cosa que fechas, batallas, causas y consecuencias. Esta vez  me esforcé. Esta vez di todo de mí.

Pero la presión aumentaba mientras la profe se acercaba repartiendo hojas, con esa expresión entre decepción y lástima que da más miedo que una amenaza. Iba nombre por nombre, golpeando a cada uno con la realidad de un número rojo.

Hasta que llegó a mí.


—Emilio... —me dijo, con una media sonrisa.

Volteé la hoja.

3.67

Sentí que me caía por dentro. Como si me hubieran vaciado con una cubeta desde el pecho. Todo lo que pensé, todo lo que planeé… se fue a la mierda con ese número.

—Mejoraste, Emilio. Pero no fue suficiente —dijo la profe, intentando ser amable—. Espero ver a tu mamá mañana. Tal vez podamos hablar sobre cómo arreglarlo. No estés triste. Aún hay solución.

“Aún hay solución.”

Ja. No si tu mamá es como la mía. Que no cree en tareas extra, ni en segundas oportunidades. Solo diría:

"¿Esa es tu calificación? Sácate. Eso es lo que te mereces. No estamos jugando a pasar.”

Mi vida se había ido al carajo.

No supe cómo llegué al baño. Solo sé que me levanté, con la cabeza flotando y los ojos llenos. Entré, cerré la puerta de un cubículo, y ahí me dejé caer.

Llorar no es algo que digo con orgullo. Pero tampoco me importa.

Lloré como si con eso pudiera sacar el 3.67 de mis venas.

—¿Wey? —dijo una voz gruesa, medio jadeando por la corrida—. ¿Estás bien?

Era Bruno. Ese maldito gordo pervertido que, a pesar de todo, tiene corazón.

Entró al baño sin pena y se sentó en el suelo afuera del cubículo, como si estuviéramos en una película triste.

—Wey, no te pongas así. Capaz que tu mamá sí acepta. Que te den más tarea o algo. Igual no todo está perdido.

Guardé silencio.

—Podemos hablarle a Mateo... —siguió él—. Vamos a su casa, jugamos un rato play. ¿Sí? Yo invito las papitas. Pero no de las baratas. De las chidas. Las que huelen picosito.

La neta, Bruno era un cerdo, pero uno que quería a sus amigos.


Las horas pasaron, la escuela terminó… y con ella, también mi vida.

Salimos por la puerta grande y ahí estaba Mateo, siendo Mateo.

—Vamos, wey —me dijo, chocándome el hombro con su mochila—, la vida a veces te da la espalda… tú agárrale las nalgas. ¡Jajajaja!

Bruno se rió con él. Intentaban animarme, pero yo no tenía cabeza para pensar en otra cosa que no fuera mi pinche 3.67 en Historia. Era como si la calificación estuviera grabada en mi frente.

Ellos iban hablando de puras tonterías. Riendo, empujándose, diciendo mamadas.

—Entonces, Bruno, pinche gordo —dijo Mateo—, ¿te vas de vacaciones este fin o hasta el otro?

—Este, wey. Pero la neta no quiero ir.

—¿Y esa mamada por qué?

—Pues porque dejaría sola a mi nalguita.

—Uff… ¿La señora de las fotos?

Mateo soltó un silbido.

—Amigo, qué suerte la tuya. ¿Cuándo fue la última vez que lo hicieron? —preguntó sin vergüenza.

—Hace como cuatro días —dijo Bruno, con orgullo—. Su esposo ha estado llegando tarde toda la semana, así que me llamó pa' darle lo suyo. Mira… me dejó tomarle esta foto.

Le mostró el celular.



Incluso yo, con la cabeza hecha mierda, me detuve a mirar.

Era una foto... lasciva. Muy lasciva. La señora de perrito, con el culo al aire, con un mano abriéndose el coño y culo para que Bruno se deleite. El ángulo, la iluminación, todo sugería que Bruno había estado ahí, en persona.

Mateo soltó un “no mames” entre risa y asombro. Yo solo dije:

—Wow.

-¡No mames! Qué coño tan más jugoso, me gustaría darle uno que otro lengüetazo. Decía mateo.


Bruno sonrió y asentí con la cabeza.

Pero algo en mi estómago no se sentía bien. Tal vez era hambre. Tal vez era sospecha. Tal vez solo asco.

Siguieron en su rollo, hablando de cosas que ya no escuché. Bruno me miró un segundo, luego volvió a ver su celular. Frunció los labios.

—Chicos, me voy —dijo de repente—. Tengo que ver a mi novia.

—¡Pinche suertudo! —gritó Mateo.

Bruno se fue casi corriendo, mochila rebotando en su espalda, sudando desde antes de llegar a la esquina.

Dos minutos después…
Me llegó un mensaje.

“Sé cómo ayudarte con lo de Historia. No le digas nada a Mateo. Ve a su casa. Yo ya estaré ahí. Solo ve. Confía en mí. Pero por favor no una palabra a mateo”

Leí el mensaje tres veces.


Llegamos a casa de Mateo como si nada, aunque desde la entrada sentí algo raro.

Ahí estaba su mamá, Carolina, esperándonos en la cocina.
Vestía un pantalón ajustado y una blusa con un escote que… bueno, no era normal en ella. No era vulgar, pero definitivamente más bajo de lo que cualquier mamá debería usar para recibir a dos adolescentes después de clases.

—Hola, chicos —dijo con una sonrisa—. La comida estará lista en veinte minutos.

La forma en que me miró me dejó helado. De reojo. Directo. Y luego de nuevo. Como si estuviera analizando algo en mí, o como si supiera algo que yo no.

Nos sentamos a comer. Estofado con arroz. Mateo hablaba de videojuegos, Bruno no estaba, y Carolina... no paraba de echarme miradas. Miradas largas. Demasiado largas.

Cuando terminamos, ella dejó los platos y se limpió las manos con calma.


—Mateo, el señor Pastrana —el vecino de al lado— me pidió que lo ayudes con el sótano. Dice que necesita mover unos muebles pesados.

—¿Qué? ¿Ahora? ¡Mamá, eso me va a tomar todo el día!

—Día y medio, creo —dijo Carolina con una sonrisa muy tranquila. Demasiado tranquila.

Mateo rodó los ojos, gruñó algo y se levantó.

—Bien. Vamos, Emilio.

—No, Mateo —interrumpió Carolina, mirándolo con firmeza—. Emilio no puede. Su mamá me llamó... quiere saber sobre su calificación de Historia.

Se me fue la sangre del cuerpo.


¿Cómo chingados sabía eso?

Sentí que me caía. Literal. Me senté en la silla de la cocina con la presión por los suelos. El corazón me latía en las orejas. Mateo me miró.

—Yo me encargo, hijo —dijo Carolina. Su tono era suave, como el de una enfermera antes de ponerte la inyección.
—Ve con el vecino. Yo le doy algo a Emilio para que se aliviane. Anda, ya vete.

Mateo murmuró algo y salió por la puerta trasera. Carolina se quedó viéndolo irse, esperando a que desapareciera. Cuando lo hizo, suspiró... y se giró hacia mí.

—Quédate sentado —me dijo—. Te voy a traer algo.

Se fue caminando despacio. Escuché la puerta del refri abrirse. Luego pasos. Vidrio contra la barra. Silencio. Cuando volvió, traía un vaso con agua.

el escote… estaba más bajo.

Mucho más bajo.




Ahora sí, ambos pezones se  asomaba sin vergüenza y una vena marcada se veía . Sus pechos se movían con cada paso como si fueran algo independiente. Y no lo digo con morbo. Lo digo con horror.

Intenté mirarla a los ojos. Fracaso total. Por alguna razón, esos dos monstruos me rebotaban directo a la vista. Y ella lo sabía. Lo notaba. Sonreía.

—Tómate esto —dijo, acercándome el vaso—. Te va a hacer sentir mejor.

Se sentó frente a mí, apoyando los codos en la mesa. Eso hizo que todo bajara un poco más.
Y entonces me sonrió... como si no fuera una señora.



¿Les esta gustando? ¡Les gustara ser la mamá de su mejor amigo?

viernes, 31 de enero de 2025

Confesiones Cochinas


Hola comenten su confesión más pervertida sobre todo este mundo del body swap. 

Y para que sea justo dejaré la mía. 

Confieso que soy heterosexual, es gracioso jajaja pero si soy hombre y soy heterosexual y cuando era más chico cuándo tenía unos 10 y descubrí este mundo pensé que era gay por todo ese aspecto de querer ser mujer, así que en el camino de autodescubrimiento quería saber quién realmente era yo, y descubri que no soy gay ni un poco, me dan mucho asco los penes, demasiado y estuve con uno en frente de mi rostro y simplemente no pude no soy gay, pero y aquí viene lo curioso si me imagino como una mujer hecha y derecha, una mujer con tetas, coño y culo, de repente mi perspectiva cambia mucho la boca se me hace agua de pensar en chupar una verga bien dura y  en tener la en mi manos y hacerse a mi hombre la mejor paja de su vida, besar la cabeza de pene y luego sumergirlo en mi boca, para después sacarlo y comerle los huevos me vuelve





Está podría ser yo cualquier día de la semana, rodeada de lo que me encanta la reata.  Sería una mujer femenina con tacones, vestidos y medias pero mi vida se centraría en chupar tanta verga como fuera posible, aveces pienso en que soy homosexual pero simplemente no me atraen los hombres, solo que si fuera mujer no sería raro que se me antojara un tremendo vergon venoso todo delicioso goteando semen, y que me llenen la carita de lechita caliente, no mamen ya se me antojó o a ustedes no se les antoja andar limpiando los  penes a lengüetazos si fueran mujer ? 

Les pagada igual ? 

Ahora les toca, quiero ver su confesión.



domingo, 8 de diciembre de 2024

La máquina de mi tío (El Taxista pervertido)

Roman, un taxista de barrio que siempre sabía cómo leer a la gente, estacionado en su Tsuru 2008. El coche tenía más carácter que funcionalidad: pintura descascarada, un sonido estridente de reguetón saliendo de los parlantes y un interior que olía a una mezcla de sudor y cigarro. "Siempre hay algún güero perdido en estos rumbos," pensaba mientras miraba a la fila de taxis afuera de la estación de camiones. "Hoy toca sacar para el chupe."

Y entonces lo vio. Un gringo nervioso con una maleta vieja, de esas que parece que esconden más secretos que ropa.El tipo vestía como un académico, o un espía, tal vez; traía gafas gruesas, camisa arrugada, y zapatos que habían visto mejores días. Pero la manera en que agarraba esa maleta con ambas manos lo delataba: algo importante traía ahí. Roman no dudó ni un segundo.

—¡Quítate, pendejo! —gritó mientras pasaba a otros taxis en la fila, ganándose un par de mentadas de madre y el claxonazo de un compañero. "Ni modo, la calle es de los vivos," pensó con una sonrisa mientras estacionaba su Tsuru justo frente al gringo.

Sin esperar instrucciones, Roman bajó, tomó la maleta del tipo y la lanzó a la cajuela como si fuera equipaje de aeropuerto.

—Súbale, güero, aquí le llevamos con estilo.

El extranjero, que parecía aliviado de haber encontrado transporte, se subió al asiento trasero y balbuceó algo en un español torpe. Roman no le prestó atención.

En el trayecto, el sol golpeaba el parabrisas como una amenaza directa, y el calor del interior del coche era insoportable. El gringo, sudando como si estuviera en un sauna, finalmente pidió algo en inglés, señalando una tienda de conveniencia.

—¿Qué, agua? ¿Chesco? Simón, aquí lo espero, güero.

En cuanto el extranjero salió del taxi, Roman vio su oportunidad. "Ni lo pienses dos veces, papá," se dijo mientras arrancaba el coche con un rugido. Por el retrovisor vio al gringo correr detrás de él, gritando desesperado. Roman no pudo evitar reírse.

—¡Pinche loco! ¿Qué traes, oro o qué? —murmuró mientras aceleraba y lo dejaba atrás.

Finalmente, tras recorrer varias cuadras, Roman se detuvo en una colonia de calles tranquilas, donde las casas tenían bardas altas y puertas automáticas. Estacionó el coche, bajó y abrió la cajuela.

La maleta estaba ahí, polvorienta pero intacta. La cargó al asiento del copiloto y, con la curiosidad picándole, comenzó a abrirla. Lo primero que encontró fue ropa. Camisas viejas, un par de pantalones arrugados. "¿Neta? ¿Puras garras?"pensó decepcionado. Pero cuando revolvió más, algo pesado y metálico cayó al suelo del coche.

Era una caja negra, compacta, con bordes pulidos y un diseño que parecía sacado de una película futurista. Roman intentó sacarla, pero esta cayó y todo abajo del asiento. Mientras tironeaba, sus dedos rozaron lo que parecían botones en uno de los lados de la caja.

De pronto, un sonido agudo llenó el auto, como el zumbido de un transformador. "¿Qué chingados es esto?" pensó Roman mientras sacaba la caja de abajo del asiento y veía  el panel de la caja comenzaba a iluminarse con símbolos que no entendía.

Y ahí, sentado en su Tsuru con la caja en el asiento, Roman se dio cuenta de que había robado algo mucho más grande de lo que podía manejar. Algo que cambiaría su vida por completo.

Con la caja en las manos y en el panel una barra que parecía que se estaba cargando,

La señora, con su cara roja de furia y una actitud que podía hacer temblar a cualquiera, golpeó la puerta del Tsuru con su mano abierta mientras Roman encendía un cigarro con la calma más fingida del mundo.

—¡Ándale, mugroso, quítate de aquí o llamo a la policía! —gritaba, haciendo un escándalo que ya empezaba a llamar la atención de los vecinos.

Roman, que no era hombre de dejarse, tomó una calada larga de su cigarro y exhaló despacio antes de responder:

—Mire, señora, ya entendí que le molesta, pero nomás termine lo que estoy haciendo y me quito. Y bájele dos rayitas, que no soy su marido pa' que me esté gritando.

Eso fue suficiente para desatar la furia absoluta de la señora, quien empezó a dar vueltas como si buscara algo con qué golpearlo.

—¡Tú quién te crees para hablarme así! ¡Eres un taxista de cuarta! ¡Ni siquiera deberías estar aquí! —bramó, mientras Roman apenas la miraba de reojo, concentrado en el panel de la máquina que ahora emitía un sonido extraño, como un zumbido metálico que parecía intensificarse.

De repente, el zumbido alcanzó un pico, y en la pantalla apareció un mensaje: "Transferencia en progreso..."

—¿Qué madres? —murmuró Roman, frunciendo el ceño.

Al levantar la mirada, Roman vio a una mujer de unos cuarenta y tantos años, de cabello negro recogido en un chongo apretado. Llevaba una blusa ceñida que realzaba sus curvas y unos pantalones ajustados, pero la expresión de desdén en su rostro opacaba cualquier atractivo que pudiera tener.

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La señora, sin dejar de gritar, se puso justo al lado de la puerta del conductor, con los brazos cruzados y una mirada de puro desprecio.

—¡Lárgate ya, maldito! ¡No quiero volver a ver tu pinche carro mugroso en mi entrada!

Roman, fastidiado, giró la llave para encender el carro, pero en ese instante la máquina emitió un chasquido y un destello brillante. La señora, sin previo aviso, se llevó las manos a la cabeza, tambaleándose como si algo invisible la hubiera golpeado.

—¿Y ahora qué le pasa a esta vieja? —dijo Roman, apagando el motor y bajando del carro rápidamente.

La mujer, con los ojos desorbitados, comenzó a respirar de forma errática, como si intentara orientarse en un lugar completamente extraño. Finalmente, se enderezó, pero su mirada era diferente.

—¿Qué... qué es esto? —dijo la señora, con un tono completamente diferente al que había usado antes, casi como si no reconociera su propia voz. Miró sus manos, sus brazos, y luego tocó su cara. Sus ojos se abrieron de par en par al verse reflejada en la ventana del coche—. ¡No puede ser! ¡Esto no es posible!

Roman, que todavía tenía la máquina en las manos, la miró con una mezcla de confusión y alarma.

—¿Doña? ¿Está bien?

La mujer se giró hacia él, y su expresión era de puro pánico.

—¿Qué hiciste? ¡Ese no es mi cuerpo!

Roman dio un paso atrás, incrédulo.

—A ver, a ver, ¿de qué habla? ¡Si usted es usted misma!

Pero la señora negó frenéticamente, agarrándose el pecho y luego apuntando a la máquina en las manos de Roman.

—¡Esa cosa! ¡Esa maldita cosa lo hizo! ¡No soy yo!

Roman, con el cigarro colgándole de los labios, observó la máquina como si esperara que le diera una respuesta. Finalmente, suspiró y murmuró:

—Chingao, ya sabía que robar gringos no era buena idea.

Roman miraba a la señora confundido mientras ella seguía tocándose los brazos y el rostro, claramente alterada.

—¡No mames! ¿Qué me pasa? —dijo, con una voz algo histérica.

Él dio un paso atrás, sosteniendo la máquina como si fuera una bomba a punto de estallar.

—¿Qué pedo con usted, doña? ¡Tranquila, nomás me iba a mover!

La mujer levantó las manos y se miró los dedos con una mezcla de pánico y fascinación. Luego, lo miró directamente, sus ojos llenos de algo que Roman no esperaba: familiaridad.

—¡Roman, cabrón! Soy yo. ¡Soy tú!

Roman se quedó congelado, sintiendo que el mundo daba vueltas.

—¿Qué? ¡No diga mamadas! Usted es usted, y yo soy yo. ¿Cómo que es yo?

Ella dio un paso hacia él, tambaleándose un poco en sus tacones.

—La máquina, güey. Esa cosa que tienes en la mano. Me sacó del taxi y ahora… ¡mira dónde estoy!

Roman miró la pantalla de la máquina, que mostraba un mensaje brillante: Transferencia completa.

—No puede ser… —murmuró, mientras las piezas comenzaban a encajar en su cabeza—. ¿Transferencia? ¿De qué fregados estás hablando?

La mujer, o lo que quedaba de Roman en ese cuerpo, señaló su propia cabeza con una expresión exasperada.

—¡Mi mente, güey! Mi pinche mente ahora está aquí, en este cuerpo de señora fresona.

Roman retrocedió un poco más, negando con la cabeza.

—¡No! ¡Esto no está pasando! Usted está loca.

—¿Ah, sí? ¿Quieres que te demuestre? ¿Quieres que te diga cómo te robaste la bocina de aquel antro el año pasado? ¿O qué tal el apodo que te pusieron en la secundaria por usar pantalones más apretados de lo normal? ¿O que te masturbas el el taxi cuando se suben chavas guapas?

Roman sintió que la sangre se le iba del rostro.

—¡Cállese! ¿Cómo sabe eso?

—Porque soy tú, idiota. —La mujer se llevó las manos a las sienes, frustrada—. ¡Esto es una locura! ¿Cómo fregados me voy a explicar con este cuerpo?

Roman bajó la mirada a la máquina, como si pudiera encontrar respuestas en el panel que todavía parpadeaba.

—No sé… no sé qué hiciste o qué hizo esta cosa, pero esto no puede quedarse así.

La mujer suspiró, levantando las manos como si estuviera a punto de darle un sermón.

—¿Y qué sugieres, cabrón? ¿Le decimos a alguien? 

Roman tragó saliva, el sudor empezando a empaparle la frente.

—Primero… primero hay que arreglar esto, güey. ¡Pero no sé cómo!

La mujer —o más bien Roman en su nuevo cuerpo— dejó escapar una risa amarga.

—Pues más te vale encontrar cómo, porque no pienso quedarme atrapado en este cuerpo para siempre. ¡No mames, Roman, esto está de la chingada!

Mientras los dos discutían, la realidad de lo que acababa de ocurrir empezaba a asentarse, y Roman sabía que había metido las patas hasta el fondo.

Roman, todavía sentado en su taxi y tratando de procesar lo que acababa de escuchar, miró a la mujer frente a él, quien seguía tocándose el rostro y el cuerpo como si estuviera atrapada en una pesadilla.

—A ver, a ver, ¿me estás diciendo que tú… tú eres yo? —preguntó Roman, señalando con un dedo a la mujer y luego a sí mismo.

La mujer, o mejor dicho, Roman en el cuerpo de la señora, asintió rápidamente, con una expresión de exasperación.

—¡Sí, pendejo! ¿Qué no lo entiendes? ¡Soy yo, Roman Peña, taxista, amante del karaoke y enemigo de los polis mordelones! ¡No sé qué hiciste con esa pinche caja, pero ahora estoy atrapado en este cuerpo!

El Roman original frunció el ceño y luego soltó una carcajada, aunque claramente era más nerviosa que divertida.

—Esto no puede estar pasando... Pinche sueño loco...

Pero al mirar la expresión seria y desesperada de "su" doble en el cuerpo de la mujer, algo en su interior comenzó a aceptar lo imposible. Miró alrededor; las calles del barrio estaban vacías, pero cualquier escándalo podría llamar la atención de los vecinos.

—Mira, mira, relájate —dijo Roman mientras se pasaba una mano por el cabello, claramente agobiado—. Si de verdad eres yo, tenemos que pensar bien qué pedo con esto. No podemos quedarnos aquí gritándonos en media calle. ¿Qué tal si entramos a la casa de esta vieja? Ahí podemos pensar mejor, ¿no crees?

El otro Roman, en el cuerpo de la señora, lo miró con los ojos entrecerrados, dudando.

—¿Y qué tal si alguien nos ve? ¿Cómo explicamos que tú, o sea yo... bueno, ya sabes a lo que me refiero, estamos entrando así como si nada?

Roman sonrió, esa sonrisa de malandro que siempre sacaba en situaciones tensas.

—¿Y tú crees que los vecinos no están acostumbrados a ver a esta señora gritándole a alguien? —dijo, señalándola—. Nomás hazte la loca y seguimos el show.

Con un suspiro resignado, el otro Roman asintió. Ambos caminaron hacia la entrada de la casa.

—Esto es tan raro... —murmuró Roman mientras observaba cómo su propio cuerpo, o lo que parecía ser él, se movía con pasos apresurados hacia la puerta de la casa.

Abrieron la puerta con la llave que la señora tenía en su bolsillo, y ambos entraron, cerrando cuidadosamente detrás de ellos. Ahora, encerrados en el hogar de la dueña del cuerpo que Roman ocupaba, los dos intentaron procesar lo que acababa de suceder.

—¿Y ahora qué hacemos? —preguntó el Roman original, mirando la caja metálica que había dejado sobre la mesa del comedor.

—Primero, averiguamos cómo chingados funciona esta cosa —respondió el otro Roman, cruzándose de brazos y mirando con disgusto el reflejo de "su" nueva apariencia en un espejo cercano—. Y segundo... vemos cómo hacemos para que esto no se quede así para siempre. ¡Porque ni madres que me voy a quedar en este cuerpo, güey!

Roman, aún confundido pero también intrigado, se dejó caer en una silla.

—No te preocupes, carnal. Si esto pasó, debe haber forma de revertirlo... Creo.